Con la crisis climática y energética global, son muchas las urbes que buscan cambios concretos en transporte, residuos, agua y energía. Y en esto los aliados de los gobiernos locales son los jóvenes
Por Javier Corcuera | Para LA NACION
Vas a estar mejor. Con más subtes, con nuevos modos de transporte público como la bici, el Metrobus o los móviles eléctricos, vas a tener más tiempo, más seguridad y menos contaminación. Tu ciudad será más caminable, con un centro más humano. En las terrazas van a crecer huertas, jardines, generadores solares y eólicos. Será una ciudad productora de energías limpias en los techos. Vas a tener más espacios verdes cercanos. Podrás cuidar una huerta orgánica urbana con otros vecinos. El agua de lluvia será reciclada para usos secundarios. Vas a separar tus residuos para que vuelvan al sistema productivo o, cuando eso no sea posible, para generar energía. Vas a rechazar envoltorios excesivos en tus compras. Vas a elegir productos de origen certificado que no destruyan otras regiones y sociedades de tu país y del planeta. Aunque duplique su población, tu ciudad va a ser más solidaria, más vivible y sustentable.
Estas promesas, convertidas a veces en slogans, forman el concepto de Ciudad Verde o ecociudad. Muchas ciudades del mundo están intentando aplicarlas. Es la respuesta urbana a la actual crisis planetaria climática y energética, en cuya discusión los gobiernos nacionales se han atrasado. La promesa de una ciudad verde marca un horizonte más cercano que las tortuosas negociaciones entre los países.
Pero ¿cómo cambiar ciudades que se parecen cada vez más en su conflictiva estructura, más allá de coincidir en esta promesa? Porque las megaciudades -se trate de París, San Pablo, Buenos Aires o Nueva York- han crecido siguiendo un patrón similar, con un núcleo hiperactivo en oferta cultural, comercial, sanitaria y laboral que atrae a millones de personas, rodeado de un cinturón en el que priman la marginalidad, la exclusión de oportunidades y la pobreza. Una estructura que facilita la violencia, la inseguridad y es campo de cultivo para el narcotráfico. Hoy, más de la mitad del mundo vive en ciudades. Y en 2050, seremos dos tercios de la humanidad.
En sus grandes líneas (planificación territorial, residuos, energía, transporte, agua), cada ciudad está experimentando su fórmula. En Buenos Aires, los mayores cambios se están dando en materia de transporte (Metrobus, sistema público de bicicletas, peatonalización del microcentro) y residuos, aunque no son los únicos. El reemplazo masivo de luminarias tradicionales por LED en la vía pública hace más eficiente y segura nuestra ciudad. Las obras del Maldonado y el Vega mejoran la adaptación a lluvias más intensas. La lista podría seguir. Pero veamos lo que están haciendo otras ciudades de escala similar.
Berlín (3,5 millones de residentes, con 4,5 en su área metropolitana) lleva adelante un exitoso programa para optimizar el uso de energía en edificios y reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero. Ya registran más de 1300 edificios eficientes. La clave del programa es que no tiene costos adicionales inmediatos para los propietarios: las mejoras son realizadas por una empresa público-privada que las financia con plazos de 8 a 12 años para la devolución del crédito sobre el ahorro logrado, que ronda el 26% de la energía de un edificio. Ya hay cooperativas de consorcios de edificios para acceder a ese apoyo.
Tokio (13 millones de personas) lidera la movida para evitar el derroche de agua. Su programa para detectar y reparar pérdidas de agua en un mismo día las redujo de 150 millones de metros cúbicos a 68 en una década. No es un avance menor. De los 600 litros de agua potable por día y por persona que demandamos los porteños, por ejemplo, sólo llegan a nuestras casas 370: casi el 40% se pierde en el camino (o sea, en nuestros caños). En los últimos 10 años Tokio ha logrado además dejar de enviar al relleno sanitario el 60% de sus residuos y apunta a que el 20% de su energía venga de fuentes limpias para 2020.
Ícono de modernidad, Nueva York (8,5 millones de residentes, con casi 19 en su conurbano) no deja de ser una megaciudad con raíces antiguas, que se notan en sus desagües. Casi todos sus caños cloacales y pluviales funcionan juntos (aunque en lugar de ir al río o al mar tras un procesamiento leve y parcial, como en nuestro caso, van a una planta de tratamiento integral). Con el aumento del nivel del mar, los neoyorquinos saben que hay riesgo de mayores inundaciones. Por eso el municipio eligió 10 áreas donde las lluvias pueden desbordar sus caños, y allí están rediseñando plazas para que, más allá de actuar como espacios de recreación, retengan agua de lluvia. También lo está haciendo Buenos Aires, por ejemplo, en el parque Sarmiento. Nueva York impulsa, además, la implantación de huertas orgánicas urbanas en cinco barrios. Van a poner una nada menos que en Times Square, que ya fue peatonalizada con éxito.
La Ciudad de México, con sus 9 millones de personas y 21 millones incluyendo el área metropolitana, es otra de las que experimentan cambios muy interesantes. El avance de su Metrobus (allí, como en otras ciudades del mundo, conocido como BRT), los taxis y bicitaxis eléctricos en su área central, el impulso a la bici, están entre las acciones para reducir su conocido problema de contaminación aérea. Otra iniciativa exitosa en D.F. es la de los mercados del trueque, a los que la gente lleva residuos reciclables para recibir puntos verdes con los que se obtienen alimentos frescos cultivados localmente.
Eduardo Paes, alcalde de Río de Janeiro y nuevo presidente de la red de megaciudades C40, explica por qué las ciudades avanzan en estas líneas: “Porque es en los municipios donde tenemos el poder real sobre este tipo de acciones y porque estamos decididos a realizarlas”. Allí están los elementos que pueden coincidir para lograr un cambio: el poder real (que requiere una razonable sintonía con otras jurisdicciones, como el Estado nacional), la decisión política (que depende no sólo de los intereses en juego, sino de la convicción del funcionario), la experiencia (que si no se institucionaliza, se pierde tan rápido como se adquirió) y los recursos. Lograr esa sincronía es un arte.
Pero con actuar no basta. Uno de los mayores desafíos que enfrentan los municipios es medir y planificar. Si no medimos, no sabemos. ¿Y así, sobre qué bases estamos decidiendo? Buenos Aires tiene una base de datos georreferenciada potente, que permitió el reciente desarrollo de un modelo territorial con miras a los cambios posibles para las próximas décadas. Por supuesto, hay muchas variables que pueden agregarse y un modelo a debatir pero, parafraseando a Mostaza Merlo, la base está. No es poco.
En nuestra ciudad y muchas otras, estos experimentos recientes han sido criticados severamente en varias ocasiones. Lo que no se entiende a veces es la urgencia del cambio. Una abrumadora evidencia científica muestra que con la crisis climática y energética planetaria, con el patrón de crecimiento urbano clásico, a las grandes ciudades se nos viene la noche.
Para lograr estos cambios, los gobiernos locales se apoyan cada vez más en los jóvenes, porque son ellos los que reconocen al cambio climático como una realidad, los que buscan la reconciliación urbana con la naturaleza, los que intuyen con razón que con todo esto pueden surgir empleos. Son los jóvenes quienes aspiran a convertir estas promesas en realidades. Son ellos, por cierto, quienes pueden generarlas.
Se niegan a convertirse en simples objetos de marketing. Por eso vemos, entonces, a esos jóvenes, en general pacíficos, pero aun así -gracias a Dios- difíciles de domar, globalizados y soñadores, proponiendo soluciones innovadoras en sus ciudades. Quieren discutirlas e intentarlas en sus casas, en sus barrios, en calles y plazas. Debemos darles más visibilidad: van inspirar a otros. Pueden disentir en sus pensamientos políticos, pero convergen en la promesa verde. Conozco a muchos. Sé que no aceptan incorporarla solamente como un nuevo slogan o un cartel más en marchas de indignados. Quieren ser actores de los hechos. Qué alegría.