Gustavo Duch Guillot
UNIVERSIDAD RURAL PAULO FREIRE
Durante todo el año tenemos en marcha un proceso internacional que nos llevará a revisar el Protocolo de Kioto frente al cambio climático. Ya han tenido lugar numerosas reuniones, se ha programado otra para noviembre en Barcelona y culminará con la Conferencia de Copenhague. ¿De qué se ha estado hablando y de qué se va a hablar? Bien, si tomamos la definición que Naciones Unidas hace de cambio climático, «un cambio de clima atribuido directa o indirectamente a la actividad humana que altera la composición de la atmósfera mundial y que se suma a la variabilidad natural del clima observada durante períodos de tiempo comparables», interpreto que se debatirá sobre las medidas a implementar para corregir o disminuir este cambio. Pero, ¿quién lo ha provocado, cuándo y -sobre todo- a costa de quién? Miremos hacia atrás y hacia el Sur.
Podemos simplificar que la aceleración del calentamiento global se inició con la Revolución Industrial europea del siglo XVIII, proceso que llevó a los países ‘industriales’ a consumir en menos de tres siglos una enorme cantidad de petróleo y recursos mineros acumulados durante más de cinco millones de siglos, consumiendo buena parte de esos recursos de países del Sur. No se pueden olvidar varios siglos de saqueo que han llevado a convertir estos países en víctimas ambiental y socialmente. Es decir, debemos entender que nos encontramos ante una manifestación climática de un sistema de explotación que impera actualmente en el mundo. Si los gobiernos, organizaciones, científicos, etcétera, presentes en todos estos debates no visibilizan esta evidencia nos quedaremos en propuestas técnicas y vacías de compromiso político (¿apuestan conmigo que se abogará por el mercado para salvar la crisis climática?), además de perder la oportunidad de adoptar también medidas reparadoras, medidas de justicia ambiental.
Con este enfoque histórico deberíamos llegar a Copenhague, reconociendo la relación directa entre un sistema de relaciones desiguales e injustas a escalas políticas (exclusión y marginación de los pueblos indígenas, de las mujeres, de los países pobres en los sistemas de gobernanza mundial), económicas (tratados comerciales, la naturaleza entendida como mercancía, etcétera) y ecológicas con el calentamiento del planeta. Historia para salir de Copenhague con propuestas de futuro duras, radicales y comprometidas. Si los países del Norte reconocen su deuda ecológica con el Sur deberán encontrar fórmulas para pagar esta deuda, por ejemplo, cancelando la deuda externa (dudosamente) contraída en sentido opuesto. Si nunca se escuchó a las sociedades originarias, que se reconozca y se promuevan los saberes y las prácticas sustentables de los pueblos indígenas y del pequeño campesinado como verdaderas alternativas. Si reconocemos el origen del aumento de emisiones de CO2, que salgan planteamientos claros para los países desarrollados de controlar sus patrones consumistas, de lujo y derroche; que se prohíba la deslocalización de las industrias más contaminantes hacia el Sur; que se relocalice la producción agraria para evitar tantos kilómetros en las mochilas de los alimentos que consumimos. Si sabemos de la implicación gravísima que tienen las grandes corporaciones transnacionales (petroleras, de la alimentación, papeleras, etcétera) en la producción de carbono, no debería permitirse su influencia para la adopción de nuevas medidas, aunque por el momento ya están en todas las cocinas, agendas y espacios de preparación de la cumbre de Copenhague.
La naturaleza no espera, la pobreza persevera. ¿Medidas duras o medidas blandas?
Fuente: Rebelión