A 8.000 metros de profundidad, frente a sus costas, un océano inmenso de petróleo puede convertir a Brasil en una nueva e influyente potencia mundial. Una ocasión histórica que el presidente Lula quiere aprovechar para acabar con la pobreza y el atraso de su país y para financiar el Mundial de Fútbol de 2014, los Juegos Olímpicos de 2016 y el tren de alta velocidad. Y demostrar al mundo que Brasil todavía es diferente.
El futuro de Brasil reposa en las entrañas del Atlántico. Mar adentro, a 8.000 metros de profundidad, frente a la costa tropical que une Río y São Paulo, aguarda desde hace 50 millones de años un océano de petróleo que puede cambiar el destino de este país veinte veces mayor que España. Un tsunami de oro negro capaz de acabar con la pobreza y transformarlo en la sexta potencia del mundo; en portavoz de los países emergentes; líder de América Latina; miembro del Consejo de Seguridad; financiar su educación, sanidad e investigación. Cimentar una industria nacional poderosa. Y demostrar que puede escapar a la eterna maldición de represión, corrupción y desigualdad que arrastran los grandes productores de crudo del planeta, desde las monarquías del golfo Pérsico hasta Nigeria, Irán o Venezuela. “El petróleo es el excremento del diablo; una maldición que le quita al enfermo la voluntad de curarse”, teoriza el politólogo y ex ministro de Industria venezolano Moisés Naím. Frente a ese modelo de dependencia absoluta de las exportaciones de crudo, los dirigentes brasileños esgrimen su segunda vía: “Al contrario que los tradicionales Estados productores de petróleo con muchas reservas, poca tecnología e industria, un mercado interior pequeño y mucha inestabilidad, nosotros contamos con grandes reservas, pero tenemos alta tecnología, una base industrial diversificada, un gran mercado interno y, sobre todo, estabilidad”.
Brasil es diferente. Ése es al menos el diseño esbozado por el viejo compañero del metal del sindicalismo brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, de 64 años, durante sus dos mandatos como presidente. El secreto de su éxito político ha sido el equilibrio. Cautela en materia económica y osadía en el plano social. Y estabilidad, “mucha estabilidad”, un adjetivo reiterado con orgullo por los hombres del presidente. Brasil es un país fiable e influyente. Cuenta con 40 millones de pobres, pero son proporcionalmente la mitad que hace 15 años. Y la cifra va en descenso. Y la clase media, en aumento. “No queremos ser un país rico y paria. No queremos diamantes de sangre, sino democracia y progreso”, describe un político carioca del Partido dos Trabalhadores, la formación política de Lula: “Queremos aprovechar esta ocasión única que nos ofrece el petróleo; crear riqueza y que llegue a cada habitante. Avanzar. Participar en la tecnología y la investigación. No queremos exportar petróleo, importar todo lo demás y echarnos a temblar cada vez que caiga el precio del barril”.
Brasil, el eterno gigante aletargado, está a punto de despertar. Se está desperezando. El crudo es la gran espoleta, pero no hay que olvidar que será el anfitrión del Mundial de Fútbol de 2014 y organizará los Juegos Olímpicos de 2016; va a construir el primer tren de alta velocidad del continente y está realizando enormes inversiones en infraestructuras, vivienda, educación y protección social. Ese dinero tiene que salir del crudo y sus derivados.
Un negocio muy caro y muy rentable. En la industria del petróleo, el tiempo es oro. Un minuto de perforación en aguas ultraprofundas cuesta 5.000 euros. En una sala blindada con las paredes cubiertas por monitores en el corazón de la sede de Repsol en Río de Janeiro se refleja cada movimiento de su plataforma de perforación Stena DrillMax I, que opera a 190 kilómetros de la costa de Macaé. Se visualiza en pantalla cada centímetro que atraviesa su broca en el lecho marino; la composición de cada material en el que penetra, su resistencia y temperatura, y el tiempo que resta para alcanzar el crudo. Desde que se inicia la exploración de un yacimiento hasta que empieza a producir pueden pasar diez años. No es un negocio apto para cardiacos.
La Stena llegó a Brasil para perforar el bloque BM-C-33, en la cuenca de Campos, hace dos meses, procedente del golfo de México; Repsol paga un millón diario de alquiler por esta plataforma (sus equipos y la tripulación de 180 personas de 20 nacionalidades), que permanecerá en estas aguas hasta enero antes de dirigirse a un nuevo bloque en aguas de Brasil; los geólogos afirman que el crudo se encuentra a una profundidad de 6.583 metros. La Stena perfora 24 horas al día. Los gráficos que se reciben sin pausa en esta sala RTO (Real Time Operation) aseguran que ya se han alcanzado los 4.494 metros. El crudo puede estar cerca. Antes hay que atravesar una barrera de sal viscosa y movediza como la gelatina de más de un kilómetro de espesor. Pocos datos más nos facilitan los geólogos. Toda la información que se maneja en esta estancia blanca y sin ventanas es confidencial. La petrolera española se juega en aguas brasileñas cientos de millones de inversión, sus reservas futuras y su prestigio y cotización bursátil. No tiene un minuto que perder.
Lo curioso es que Brasil nunca fue una potencia petrolera. Al contrario. Era uno de los mayores productores mundiales de carne, café, soja, cacao, madera, caucho, azúcar, zumos de frutas, grano, hierro, uranio o esmeraldas. Todo bajo un sol generoso y regado por la primera reserva de agua dulce del planeta. Como reza grandilocuente su himno nacional, “Gigante por la propia naturaleza / eres bello, eres fuerte, impávido coloso”. No miente. Impresiona perderse por este inmenso territorio entre lagunas y bosques interminables donde la vegetación abarca cientos de kilómetros de costa, los cultivos no tienen fin y el 80% de la energía es de origen hidroeléctrico. Brasil tenía todo menos crudo. A mediados de los cincuenta importaba el 95% del petróleo que consumía. Era el reverso de otros países latinoamericanos, como México o Venezuela, que explotaban desde los años treinta sus generosos yacimientos. El éxito exploratorio brasileño es el resultado de medio siglo de tesón. Una obsesión por ir más hondo, más lejos. Y considerar el petróleo como un recurso estratégico, no un surtidor de dinero fácil. En aquellos primeros pasos se acuñó un eslogan en Brasil que revela la importancia para el orgullo nacional del control estatal del crudo: “O petróleo é nosso” (el petróleo es nuestro). Lo explica un ingeniero de Petrobrás, la compañía nacional del petróleo brasileña: “La clave era buscar la autosuficiencia energética, no convertirnos en exportadores. Nunca pensamos entrar en la OPEP. Queríamos tener petróleo y crear una industria petroquímica. Manufacturar. Aprender el negocio y lanzarnos a operar en el exterior. Y ya estamos trabajando en 27 países. Ha sido una carrera de fondo. Cuando nos cercioramos de que no había petróleo en tierra, nos lanzamos al mar, fuimos los primeros y hemos ido acumulando experiencia; en 1977 descendimos a 124 metros. Y continuamos a medida que el conocimiento científico lo iba permitiendo. Hoy, nuestro récord de perforación está en 7.000 metros en el lecho marino tras atravesar una lámina de agua de otros 3.000”.
El éxito se hizo de rogar. En la década de los setenta, Brasil aún importaba el 80% del combustible. Su dependencia de las importaciones de crudo era tal que tras la primera crisis del petróleo de 1973, el Gobierno militar promovió la fabricación de etanol a partir de la caña de azúcar como sustitutivo de la gasolina. Hoy, la mayoría de los coches brasileños funcionan con una mezcla de gasolina y un 25% de etanol. El 80% de los vehículos que se fabrican en este país ya admite esa composición, que supone para el país un ahorro diario de más de 500 millones de litros de gasolina. También se optó por la energía nuclear con la construcción de dos centrales y una tercera en proyecto. Al margen de esas alternativas energéticas, los sucesivos Gobiernos, en dictadura o democracia, jamás frenaron la exploración del océano. Era cuestión de Estado.
A mediados de los ochenta, los geólogos tuvieron por fin la certeza de que decenas de miles de millones de barriles de petróleo aguardaban enterrados en la cuenca de Santos. Los yacimientos se extendían hasta las vecinas cuencas de Campos y Espíritu Santo a lo largo de una extensión equivalente a un tercio de España. La cuestión era llegar a ellos, extraerlos y conducirlos a tierra. Más difícil aún al permanecer atrapados bajo una capa de dos kilómetros de sal que hacía imposible en aquel momento su visualización y extracción. Estos yacimientos, a los que se denominó pre-sal, representaban una de las más grandes reservas de petróleo del planeta en un momento en el que los tradicionales productores comenzaban a mostrar síntomas de agotamiento. Un golpe de suerte. Antes había que explotarlos.
Los retos a los que se enfrentaban las petroleras públicas brasileñas para acometer la exploración y desarrollo de esos yacimientos eran enormes. Para empezar, necesitaban financiación. Mucho dinero. Y había que captarlo fuera. Técnicamente, el proyecto era tan complicado como alcanzar la Luna. Había que descender una tubería a lo largo de una lámina de más de 2.000 metros de agua hasta tocar fondo y a partir de ahí perforar 6.000 metros más. Brasil no contaba con equipos ni expertos. Había que formarlos. Y crear una base industrial que fabricara en poco tiempo las plataformas y también una estructura logística capaz de trasladar esos materiales, personal y provisiones hasta decenas de bloques perdidos a 300 kilómetros de la costa. Y transportar el crudo a tierra. Los problemas no acababan ahí. Durante la perforación existía el riesgo de que la sal cerrara los pozos y que las tuberías se rompieran por la presión del agua; y al final se podía dar con un pozo seco después de haber invertido 100 millones de euros (20 veces más de lo que cuesta perforar en el desierto saudí). El porcentaje de éxito en la búsqueda de petróleo rara vez supera el 30%. Y si no hay crudo, te vas con las manos vacías. Y vuelta a empezar.
Desde la base offshore de Niteroi, a las afueras de Río de Janeiro, se tiene una visión perfecta de la capital. Los cerros cubiertos de vegetación selvática que la rodean, las favelas que trepan en precario equilibrio hasta sus cimas, el urbanismo endiablado, las infinitas playas blancas y las elegantes torres racionalistas de Copacabana inspiradas en la arquitectura de Niemeyer. Estos viejos muelles, inactivos durante años, se han reconvertido en los últimos meses en un enorme centro logístico que presta servicio a las 300 plataformas instaladas en los campos marinos y a otras 300 que entrarán en servicio en los próximos años. La bahía aparece sembrada de plataformas en construcción o mantenimiento. Una reposa sus 190 metros de altura sobre el espigón como una torre Eiffel inerte a la espera de ser montada, botada y arrastrada hasta un bloque petrolífero a 300 kilómetros de aquí. Sobre ella se instalará un módulo del tamaño de un edificio de cinco plantas que procesará el gas extraído del fondo del mar. Los caducos astilleros públicos de esta zona de Río han renacido tras años de decadencia. Brasil necesita construir no sólo los centenares de plataformas de perforación y producción que antes venían de Asia, también 150 petroleros y barcos de apoyo. Y turbinas, sondas, taladros, tuberías, herramientas, equipos submarinos, oleoductos. Y media docena de refinerías. Y complejos petroquímicos. Hay trabajo para 20 años. A toda máquina. Cada retraso supone perder dinero. El petróleo está reactivando toda la industria del país. Desde la siderurgia hasta el sector textil y de las comunicaciones; desde los estudios sísmicos hasta el almacenamiento del crudo, el tratamiento del gas y la elaboración de fertilizantes. Por ley, al menos el 60% de cada artilugio empleado en la exploración y producción debe estar fabricado en Brasil. Se habla de 250.000 puestos de trabajo.
Pero hace 10 años, a finales de los noventa, Brasil no tenía ni el dinero ni la tecnología ni los técnicos necesarios para exprimir el fondo del mar. El país estaba ahogado en su particular crisis económica, el efecto samba. El Fondo Monetario Internacional (FMI) le daba a diario tirones de orejas. Ninguna potencia estaba dispuesta a arriesgar un dólar en este país asolado por la pobreza y la corrupción. Menos aún con un barril de petróleo que cotizaba en picado. Entre la espada y la pared, el Gobierno abrió el negocio del petróleo a las empresas extranjeras. Rompió el monopolio. Fue una jugada arriesgada e inteligente. En 1999, Brasil celebró la primera ronda de licitaciones, en la que se sacaron a subasta decenas de bloques petrolíferos en el mar. Las adjudicatarias debían explorar por su cuenta y riesgo en un determinado plazo de tiempo y, si encontraban petróleo, pagar al Estado impuestos, royalties y una parte del crudo; el resto era de su entera propiedad. Estaban, además, obligadas a destinar un 1% del valor de la producción a investigación en Brasil. La empresa que más tecnología estuviera dispuesta a transferir y a fabricar la mayor parte de sus equipos en este país tenía mucho ganado con vistas a las concesiones. El modelo funcionó. Fluyó dinero e inteligencia. Y Brasil empezó a chupar conocimiento. Se atacaron con éxito los yacimientos de pre-sal. Hasta un 87% de los pozos perforados tenía crudo. Un milagro. El 21 de abril de 2006, el presidente Lula, mono de petrolero y casco de peón, anunciaba con las manos empapadas en petróleo a bordo de la plataforma P-50 de Petrobrás, en la cuenca de Campos, la autosuficiencia petrolera del país. El comienzo de una nueva era. Dos millones de barriles diarios. Se había encendido la mecha. Los siguientes tres años iban a suponer un goteo interminable de grandes descubrimientos jaleados propagandísticamente por el Gobierno. Pinchar en los yacimientos pre-sal supone encontrar petróleo de calidad. Los técnicos hablan de cinco millones diarios de barriles en 2020. “Dios es brasileño”, clamaría el viejo sindicalista. “Ha llegado el día de nuestra segunda independencia”.
Las cosas estaban cambiando. Brasil, que nunca fue una potencia en la producción de crudo, se puede convertir en la sexta región petrolífera del planeta y en un nuevo elemento de equilibrio energético frente a los turbulentos países del golfo Pérsico, Argelia, Rusia o Venezuela. Tampoco Repsol, la multinacional española resultante de la fusión y posterior privatización en 1997 de varias empresas públicas del franquismo, había jugado antes en las grandes ligas del petróleo. Era una compañía respetada, pero de segunda; centrada en el refino y la distribución. Nunca había apostado por el caro y rentable negocio de la exploración. A comienzos de la década de 2000 tenía su frigorífico de reservas vacío. Había sufrido reveses en varios petroestados de América Latina. Necesitaba realizar descubrimientos. Sus estrategas pusieron la vista en Brasil y su nueva política de atraer compañías extranjeras. Repsol jugó fuerte. Era su ocasión de ascender a la primera división.
La supo aprovechar. Roberta Camuffo, geóloga y curtida directora de exploración de la compañía en el continente americano, aterrizó en Río de Janeiro en 2004. “No teníamos ni ordenador”, recuerda. “Nuestra idea era hacer un estudio profundo de las áreas a las que queríamos optar. Y crear una red de relaciones con el Gobierno brasileño. Convertirnos en socios de Petrobrás. Ir juntos. Compartir riesgos. Somos latinos y nos entendimos bien. Nos creamos un prestigio y nos rascamos el bolsillo en la investigación de los bloques. Estudiamos el terreno y pujamos. Todo ese trabajo previo nos permitió hacernos entre 2005 y 2006 con 24 bloques, de los que somos operadores (es decir, dirigimos la exploración y producción) de 11, pagando unos precios muy bajos para lo que después se ha vuelto Brasil cuando se ha confirmado la enorme riqueza del pre-sal. Ahora hay bofetadas para entrar aquí y lo que no hay son bloques disponibles. Ya no hay subastas. El petróleo es del Estado, y el Estado quiere explotarlo por su cuenta y que las extranjeras sean meras empresas de servicios”. El máximo ejecutivo de Repsol en Brasil, el ingeniero Javier Moro, un veterano de la exploración en todo el mundo, asegura que Repsol cuenta en estos momentos “con el segundo dominio minero exploratorio de Brasil tras Petrobrás y por delante de las más poderosas petroleras del planeta”. “La compañía española se ha alzado como la segunda mayor productora de petróleo del país y no ha parado de realizar descubrimientos, como los megacampos Carioca y Guará, y este mismo año, los pozos Vamoira, Panorámix o Piracucá”, explica un informe de la sección brasileña de la consultora Llorente y Cuenca. Sólo lo que se estima que va a extraer en el campo de Guará equivale a dos años de consumo de petróleo en España.
Repsol estuvo en el lugar adecuado en el momento justo. Antes de que los grandes descubrimientos offshore de los años 2007, 2008 y 2009 pusieran a las grandes petroleras occidentales, las majors, en la pista de Brasil y su Gobierno cerrara el grifo de las concesiones para no acabar con la gallina de los huevos de oro. ¿Fue una simple cuestión de suerte? Responde un ejecutivo de la industria: “La suerte es un factor importante en el mundo del petróleo, pero tú te la buscas. Éste es un negocio de alto riesgo y a largo plazo, y a ti te toca calibrar y gestionar esos riesgos. No se trata de tirar la moneda al aire. Repsol fue el primer socio extranjero de Petrobrás cuando no todo el mundo estaba dispuesto a meter un dólar en Brasil. Han sido pioneros en los buenos y malos tiempos. Y ahora están sentados sobre un mar de petróleo. Y nadie se lo va a quitar. El Gobierno brasileño va a respetar las concesiones. Las reglas de juego están claras”.
El círculo virtuoso de Brasil tiene que cerrarse en diez años. En una década, todo tiene que encajar. El presidente Lula, que abandonará el poder en octubre de 2010 al no poder presentarse a una tercera reelección consecutiva, ha afirmado que las ganancias estatales del pre-sal serán invertidas en un fondo social destinado a la educación, la ciencia y tecnología y la lucha contra la pobreza. Según Thomas Trauman, director general de la consultora Llorente y Cuenca en Brasil, “la intención del Gobierno es invertir en acciones a largo plazo, dado que los yacimientos de petróleo y gas no duran siempre y el mercado internacional del petróleo es muy volátil”.
El modelo es Noruega. Un país que llegó a este negocio a mediados de los setenta y se ha convertido en una peculiar y discreta potencia petrolera manejada con cautela desde el Estado. Al tiempo que debutaba como uno de los más grandes exportadores de crudo, el país nórdico ha ido construyendo una industria propia, desde el pozo hasta la refinería; ha formado a sus técnicos, atraído a las majors e invertido los beneficios en un fondo soberano, el más grande de Occidente, que maneja 300.000 millones de euros, con cuyos intereses tapan las goteras del país y supondrán un salvavidas de lujo para cuando el crudo se agote en sus aguas. Noruega ha escapado a la maldición del petróleo. Al excremento del diablo. Noruega es el modelo.
Pero Brasil no es Noruega. No es una fría y despoblada socialdemocracia nórdica. Su población se ha doblado en sólo 40 años. Tiene 190 millones de habitantes. Un porcentaje de pobreza del 25%. Enormes tasas de violencia. Malas infraestructuras y bajos niveles educativos. Excesiva burocracia y corrupción. Graves problemas medioambientales en la Amazonia. Desequilibrios territoriales entre el paupérrimo norte y el soleado sur. Y una enorme e histórica desigualdad en el reparto de la riqueza. El petróleo tiene que ser el motor del cambio. La piedra angular. Aunque algunos ya piensan que Lula da Silva está creando excesivas expectativas en torno al pre-sal con vistas a las elecciones de octubre, a las que concurrirá su protegida, Dilma Rousseff, de 61 años, antigua ministra de Energía, que es el cerebro en la sombra del nuevo modelo petrolero de Brasil, pero carece del tirón electoral de su mentor. El consejero delegado de una gran petrolera occidental opina que conviene ser cautos: “Se están sacando muchos conejos de la chistera desde el Gobierno. Cada uno puede hacer el cálculo especulativo que quiera sobre el tamaño de los yacimientos del pre-sal. Se ha hablado incluso de 150.000 millones de barriles (más de la mitad de las reservas de Arabia Saudí), cuando los cálculos más sensatos no pasan de 50.000 millones. Hablamos de cantidades muy grandes, pero pasarán años antes de que se puedan desarrollar comercialmente. ¿Cuánto nos va a costar sacar un barril a esa profundidad? ¿Y ponerlo en la costa? ¿Va a ser rentable? No es muy prudente comprometer cifras”. Cuando se sugiere a un alto funcionario brasileño que la explosión petrolera de su país tiene algo de cuento de la lechera, te observa con cara de pocos amigos, recurre a la manida estabilidad política y las brillantes cifras macroeconómicas y concluye: “La gente es pobre, pero menos pobre de lo que era cuando llegó Lula. Esto es un proyecto nacional. Tenemos un sentimiento de progreso a largo plazo; a 2020; no es algo asociado a grandes hechos. No se nos va a ir la cabeza”.
Donde mejor se entienden los problemas estructurales y la desigualdad social que padece Brasil es en las favelas. A diez minutos de las elegantes mansiones del barrio de Ipanema, del viejo bar de Vinicius de Moraes, donde aún es posible escuchar cada noche a María Creuza, la diva de la bossa nova, uno alcanza la frontera de la favela de Cantagalo Pavão / Pavãozinho. Es imposible acceder a este territorio sin un buen contacto. Aquí la vida no vale nada. Un policía muere a diario en alguna de las 1.000 favelas de Río donde subsisten un millón de cariocas retrepados en las colinas y se contabilizan por millares las armas automáticas. Nuestro hombre bueno es Rubem Cesar Fernandes, de 66 años, antropólogo, represaliado por la dictadura militar (1964-1985) y líder de la ONG Viva Río, la más extendida entre las favelas de la ciudad, que lucha por su pacificación e integración. Aquí las casas son covachas de ladrillo sin enfoscar; la electricidad se roba del poste; no hay campos de deportes, dispensarios, escuelas, comisarías, iglesias ni oficinas municipales. Tampoco transporte público ni saneamiento. Mientras caminamos por las polvorientas calles de Cantagalo, entre míseros comercios, chavales sin rumbo y miradas suspicaces, Rubem Cesar nos explica su teoría de la informalidad brasileña: “Éste es un país informal; en su economía, en su mercado de trabajo, en la ocupación de espacios públicos; millones de inmigrantes del éxodo rural llegaron a estos cerros en los años sesenta, y el Estado no pudo y no supo ocuparse de ellos; el Estado no llegaba hasta aquí. El desarrollo urbano de las favelas se dejó a expensas de los pobres; la gente se instaló como pudo, construyó sus casas y se fue creando una sociedad informal dirigida por bandas que exprimen a los vecinos y se financian con la extorsión y la droga. Aquí la ley no existe. Nosotros apostamos por la educación de los jóvenes y los planes de integración urbana; derribar barreras; que la Administración entre y se quede; hay que formalizar: dar títulos de propiedad a los vecinos; crear infraestructuras. Hay una inercia en Brasil a no enfrentase a lo informal. Y ahora el petróleo es nuestra gran promesa de futuro. Lula quiere convertir las favelas en barrios humildes pero integrados. Coger el toro por los cuernos, como dicen ustedes”.
Nuestro objetivo en la favela de Cantagalo es el Espacio Criança Esperança. En lo que un día fue un fantasmal hotel de lujo colgado sobre el bello lago Rodrigo de Freitas, el médico Jairo Coutinho, de 62 años, antiguo compañero de viaje y asesor del presidente Lula, dirige un admirable centro educativo y de convivencia que frecuentan miles de habitantes de la favela. Y en el que es posible esta tarde primaveral entablar una conversación en torno a un refresco de guaraná con negros y blancos; descendientes de esclavos y de soldados portugueses; viejos pandilleros, niños de la calle, policías de la temida Coordinadora de Recursos Especiales y vecinos que trabajan en Río y confiesan sentirse discriminados y avergonzados por vivir en una favela. Este centro no se ha librado de las guerras de bandas. Hace unos años, durante un tiroteo, una bala fue a incrustarse en una de sus paredes. Jairo Coutinho quiso que permaneciera ahí. La conserva a la vista de todos. En torno a ella ha ido creciendo un enorme mural. Le llama la bala de la paz. Es un símbolo.
Brasil está cambiando muy deprisa. La promesa del petróleo está transformando el país. Han explotado en torno a la industria nuevas ciudades como Macaé o Itaborai, que recuerdan a las villas salvajes de la fiebre del oro del Oeste americano erigidas en semanas y en las que falta de todo. En ese sentido, muchos comienzan a preguntarse por el futuro medioambiental del país. Cómo puede afectar el progreso industrial desatado a la fisonomía del vergel brasileño. La mejor prueba de esa preocupación son esos antiguos enclaves costeros que están creciendo sin rumbo en torno a la extracción masiva de crudo y ya están siendo víctimas de la contaminación, la degradación de sus ríos, la falta de equipamiento social y urbano, la violencia y el tráfico de drogas.
Sentado en una sillita de tijera pintada de azul sobre la arena, Américo, un viejo pescador de 66 años de Ilhabela, un paraíso natural a 200 kilómetros de São Paulo, recuerda con nostalgia y una colilla entre los labios los tiempos previos al boom petrolero. Cuando arrojaba cada madrugada las redes al mar y las recogía rebosantes de camarones. A un par de kilómetros de esta isla, justo frente a nosotros, surge imponente la terminal marítima Almirante Barroso, de Petrobrás, por la que entra la mitad del crudo y el gas que se consume en Brasil procedente de los yacimientos de la cuenca de Santos. El desfile de petroleros es constante. Sobre esas instalaciones portuarias, sobre las montañas, cuarenta inmensos depósitos circulares convierten el pueblo de San Sebastián en la mayor terminal de bombeo y almacenamiento de crudo de América Latina. Américo, nuestro pescador, que afirma que los vertidos de crudo son continuos y la pesca ha descendido un 90% y que los jóvenes ya no quieren pescar, sino trabajar en Petrobrás, no se irrita; sólo pide que ese puerto no crezca aún más al rebufo del negocio del crudo. “Sería el final de Ilhabela y de nuestra forma de vida”. A su lado, Harry Finger, de 52 años, peleón secretario municipal de medio ambiente, trabaja por el mismo objetivo: “Es el momento de que tomemos conciencia en todo el país de lo que nos jugamos; si no, este paraíso se puede ir al carajo”.
El futuro de Brasil duerme frente a estas mismas costas. El petróleo es aún una promesa lejana, pero detrás de esa esperanza todo el país se ha puesto en marcha. Brasil está abandonando la crisis económica en el pelotón de cabeza, encierra una inmensa riqueza natural, ha construido una democracia estable y, sobre todo, acumula las mayores reservas de optimismo del planeta. Por eso, si se le pregunta a un brasileño por el futuro, la respuesta será siempre la misma: “Todo ben; todo bon”.
Fuente: El País.es