Por Rafael Bautista.- El contexto en el cual se produce la reflexión acerca de lo que significaría un “vivir bien”, es la crisis civilizatoria mundial del sistema-mundo moderno. La modernidad aparece como sistema-mundo (mediante la invasión y colonización europea, desde 1492), subordinando al resto del planeta en tanto periferia de un centro de dominio mundial: Europa occidental. Desde ese centro se desestructura todos los otros sistemas de vida y se inaugura, por primera vez en la historia de las civilizaciones, un proceso de pauperización a escala mundial, tanto humano como planetario. Se trata de una forma de vida que, a partir de la conquista y la colonización del Nuevo Mundo, marca el inicio de una época que, en cinco siglos, ha producido los mayores desequilibrios, no sólo humanos sino también medioambientales. Es decir, una forma de vida que, para vivir, debe matar constantemente.
Para encubrir esto, debe producir conocimiento encubridor; el conocimiento que produce, en cuanto ciencia y filosofía deviene, de ese modo, en la formalización y sofisticación de un discurso de la dominación, elevado a rango de racionalidad: Yo vivo si tú no vives, Yo soy si tú no eres. La forma de vida que se produce no garantiza la vida de todos sino sólo de unos cuantos, a costa de la vida de todos y, ahora, de la vida del planeta.
La economía depredadora que se deriva del proyecto moderno, el capitalismo, no sólo produce la pauperización acelerada del 80% pobre del planeta sino destruye el frágil entorno que hace posible la vida humana; de esto se constata una constante que retrata al capitalismo: para producir debe destruir. Por eso la sentencia de un Marx, ecologista avant la lettre, es categórica: el capitalismo sólo sabe desarrollar el proceso de producción y su técnica, socavando a su vez las dos únicas fuentes de riqueza: el trabajo humano y la naturaleza. Se convierte en una economía para la muerte; y su proyecto civilizatorio objetiva eso, de tal modo, que, por ejemplo, cuando la globalización culmina en un proceso de mercantilización total, la posibilidad misma de la vida, ya no de la humanidad entera sino de la vida del planeta mismo, se encuentra amenazada. Por lo tanto, la constatación de la crisis, no es sistémica, y no supone reformas superficiales sino que reclama una trasformación radical. Lo que está en juego es la vida entera. Una forma de vida que, por cinco siglos, se impuso como la naturaleza misma de las cosas, es ahora el obstáculo de la realización de toda vida en el planeta.
Quienes optan por esta forma de vida, no toman conciencia de la gravedad de la situación en la que nos encontramos, no sólo por ignorancia sino por la ceguera de un conocimiento que produce inconsciencia. En este sentido, el sistema-mundo moderno genera una pedagogía de dominación que, en vez de formar, deforma. Desde la inconsciencia no se produce una toma de conciencia. Esta toma de conciencia sólo puede aparecer en quienes han padecido y padecen las consecuencias nefastas de esa forma de vida: la modernidad.
La toma de conciencia produce la crítica al sistema. La crítica, si quiere ser crítica, sólo puede tomar como punto de referencia, la perspectiva de quienes padecen las consecuencias nefastas de un sistema basado exclusivamente en la exclusión, negación y muerte de su vida; es decir, las víctimas de este sistema-mundo: los pueblos indígenas. Ellos nos constatan (en la pauperización sistemática que sufren) a dónde nos conduce esa forma de vida. Se trata de un lugar epistemológico que tiene la virtud de juzgar al sistema como un todo. La referencia trascendental se encuentra como presencia de una ausencia: el grito del sujeto. Pero en este grito el sujeto incluye otro grito aun más radical: el grito de la Madre tierra, la pachaMama, el lugar donde se origina la vida. Es decir, es la vida en su conjunto la que grita. Y ese grito es sólo posible de ser atendido, como grito humano; es decir, la responsabilidad por transformar el desequilibrio y la irracionalidad de este proyecto de la muerte, es responsabilidad humana. La Madre delega esa responsabilidad a sus hijos. Y se trata de un grito, no sólo porque es desesperado; sino porque la forma de vida en la que nos hallamos sumidos hace prácticamente imposible escuchar; por eso sucede la aporía: en la era de las comunicaciones, esta es cada vez menos posible.
Se trata de una forma de vida que nos vuelve sordos. Ya no somos capaces de escuchar, por eso se devalúan las relaciones humanas; incapaces de escuchar nos privamos de humanidad. La mercantilización de las relaciones humanas hace imposible cualquier cualificación de nuestras relaciones; todas se diluyen en la cuantificación utilitaria de los intereses individualistas. El ismo del ego moderno es el que le ciega toda responsabilidad, al individuo, de sus actos. Incapaz de responsabilizarse de las consecuencias de sus actos y sus decisiones, el individuo colabora, sin saberlo, en la destrucción de la vida toda, incluso la suya propia. Se convierte en suicida. Todos al perseguir su bienestar exclusivamente particular, colaboran en el malestar general. Toda aspiración choca con la otra, de modo que las relaciones se oponen de modo absoluto. Sin comunidad, los individuos se condenan a la soledad de un bienestar que se transforma en cárcel. Los seres humanos se atomizan, aparece la sociedad.
Esta viene a ser un conjunto en continuo desequilibrio, porque se funda en el despliegue de una libertad que, para realizarse, debe anular las otras libertades. La sociedad es el ámbito del individuo sin comunidad; es un desarrollo que no desarrolla, un movimiento que no mueve, cuya inercia consiste en el desgaste que significa permanecer siempre en el mismo sitio, pero agotado. Su no movilidad empieza a mostrarse como el carácter de una época que debe de cambiar siempre para no cambiar. Por eso produce cambios que no cambian nada. La moda es el reflejo de ese carácter: lo nuevo no es nuevo sino variaciones de lo mismo. La pérdida de sentido de la vida produce el sinsentido del cambio superficial: se cambian las formas pero seguimos siendo los mismos de siempre, se produce el maquillaje exagerado de una sociedad que, para no mostrarse lo podrida que está, debe continuamente negarse la posibilidad de verse de frente a los ojos. Se le nubla la visión, ya no sabe mirar lo sustancial y sólo atiende a las apariencias, la sociedad se vuelve un mundo de las apariencias.
La constatación de esta anomalía produce el desencanto, pero también una lucidez macabra. Porque si el ser humano es aquel que para ser lo que es debe transformarse siempre, la incapacidad de transformación se vuelve en resistencia y negación de un cambio real. La tendencia conservadora empieza a manifestarse no precisamente en los viejos sino en los jóvenes. No cambiar significa, en consecuencia, afirmar el yo y sus certezas, cerrarse a toda apertura. La tendencia conservadora es la que afirma el orden imperante y empieza a perseguir a todos aquellos que sí proyectan cambios necesarios.
Si el afán de cambio no trastorna lo establecido entonces ese afán es tolerado, es más, es deseado, porque el sistema requiere siempre de reformas que lo adecuen a las circunstancias. Pero si ese afán persigue un cambio total, entonces la reacción no tarda en aparecer. Si la forma de vida es la que hay que cambiar entonces no hay otra que cambiar de forma de vida. Si lo que se halla en peligro es la vida misma, entonces la reflexión en aquello que consiste la vida, empieza a cobrar sentido.
Si los sentidos se diluyen entonces precisamos dotarnos de un nuevo sentido, que haga posible el seguir viviendo: sin sentido de vida no hay vida que valga la pena ser vivida. Aquello que precisamente ocurre en la forma de vida moderna, cuyos sentidos se diluyen en puras formas sin contenido alguno. El mundo de las apariencias nos priva lo sustancial de la vida. Se aprende a ver sólo las apariencias; de modo que lo sustancia y esencial desaparece de nuestra visión. Incapaces de poder advertir lo que realmente importa, nuestras propias vidas empiezan a carecer de importancia. Nos movemos en lo frívolo y lo superfluo. Pero ese movimiento no es un movimiento real; porque un movimiento real implica necesariamente un movimiento de la conciencia, pero en lo frívolo lo que se mueve son exclusivamente las cosas, las mercancías, quedando los seres humanos en meros portadores de estas: el movimiento de las cosas es el que ordena el movimiento humano. La humanidad se devalúa en la fetichización. Si la conciencia empieza a carecer de movimiento entonces adviene el retraso mental. La desidia es el reflejo de la incapacidad de movimiento de la conciencia. La pereza no desea moverse de su lugar, aunque está dispuesta a movilizar su cólera, con tal de regresar a su letargo inicial. Por eso, la fuerza no es una demostración de poder sino la ausencia de éste. El poder real es aquel que es voluntad. La voluntad no necesita determinarse como fuerza. Su fuerza está en la capacidad de proyección que tenga. Proyectar significa exponerse, mostrar de lo que se es capaz, persuadir y convencer. La fuerza pura no hace nada de esto, su única exposición consiste en clausurarse. Clausurando a los demás se clausura a sí mismo.
En una situación colonial, la clausura del individuo es la constatación de la clausura que, como país, ha acontecido. Incapaz de proyectar un desarrollo propio, nos condenamos a depender, es decir a subdesarrollarnos. La clausura es incapacidad de ser sujeto. Quien no enfrenta el desafío de ser sujeto, se condena a ser objeto del desarrollo ajeno.
Una digresión. Bolivia ha sido un sueño proyectado siempre al borde de la muerte. Aún como sueño, nunca ha podido ver la luz del día, porque en ese parto, soñado una y otra vez, ha muerto no sólo la criatura, sino también la Madre. La muerte, en el sueño, no es definitiva, es una variante que muestra el sueño para proyectar su sentido. Pero el sueño proyecta no sólo variantes, también recurre a su reinvención y, entre una de ellas, se encuentra la imagen de la huida, del escape (de la muerte).
Escapar, en este caso, significa el mantener-se fiel en la espera; el que espera es el que tiene esperanza y se mantiene en la esperanza el que no ha perdido la fe: la madre y el niño son la posibilidad de lo imposible. Son la vida que alumbra la vida y le da sentido a la persistencia por vivir. Quien levanta a la madre y al niño es aquel que toma la responsabilidad de preservar la vida, porque la vida se encuentra amenazada y la amenaza, precisamente, aquel que se pone en lugar de dios y pretende decidir quién vive y quién muere. Quien apuesta por la vida de la madre y el niño, apuesta por la vida en sentido eminente, porque no toda vida se encuentra amenazada, sino siempre la vida de los débiles. El poderoso es aquel que asegura su vida a costa de la vida de los débiles; devalúa la vida a la persecución de otras vidas, de tal modo que, la afirmación de su vida, significa la negación de las otras. Esta afirmación tiene necesariamente que pretenderse divina para, de algún modo, mitigar su finitud. Recurrir a la idolatría del poder no es sólo una recurrencia maniática, es el fundamento mismo que asegura al poder repartir vida y muerte a granel. Quien decide quién vive y quién muere no es otro que dios y el hombre, que se pone en lugar de dios, no comete nunca asesinato, sólo cobra la deuda que impone su divinidad al resto de los mortales.
La madre es la posibilidad de la vida, en este caso, el niño; éste, a su vez, es el sentido de esta posibilidad. El sentido es lo que puede proyectarse, una vez que su posibilidad está asegurada; a partir del sentido es que se puede concebir lo que viene por-venir, el futuro. La Madre es también actualidad, es el nutrimento, el regazo que procura la vida; por eso la madre es símbolo de la tierra: pachaMama. La tierra es actualidad pero, como actualidad, es actualidad del pasado: el desde donde toda proyección cobra sentido. Apostar por la vida de la madre y el niño es apostar por la continuidad de la vida, por hacer posible la continuidad de la vida.
Pero el poderoso considera la vida de todos como una imposibilidad y busca, por todos los medios, mostrar esta imposibilidad como real. En lenguaje moderno, la recurrencia a este principio se manifiesta en el principio económico de no factibilidad o el principio político de inviabilidad. Todo proyecto que aspire a asegurar la vida de todos y, de estos, la vida de los más débiles es, en consecuencia (desde el legalismo del poder), no factible e inviable; porque asegurar la vida significa tanto como relativizar la presencia misma del poder. Porque sólo hay ejercicio del poder cuando hay sobre quien ejercerlo y, mientras éste no sienta amenazada su vida, no tiene sentido tal ejercicio. Esa es la dialéctica del amo y el esclavo. Es el circuito por el cual toda dominación se reproduce ad infinitum, porque no hay otra forma de liberarse sino buscar otro a quien dominar. Bajo esta dialéctica toda liberación no es real sino pura ilusión porque, bajo la lógica del poder como dominio, toda liberación es un eufemismo por el que otra dominación se hace posible.
Por eso la apuesta por una nueva forma de vida trastoca todo y produce la resistencia feroz de lo conservador que permanece como lastre en un proceso de cambio. La tendencia conservadora, en este sentido, no sólo se encuentra en la otra vereda sino en la propia. La transformación que no es transformación subjetiva, es decir, transformación del sujeto, no es transformación real. El cambio tiene, de ese modo, una precisión: es un cambio de transformación estructural: del Estado colonial al Estado plurinacional. El sujeto del cambio produce esta alternativa desde una toma de conciencia: la historia hecha conciencia. Sólo puede proyectar futuro desde su memoria hecha conciencia, es decir, producir una política coherente con su propia historia.
En este contexto, la alternativa que se nos presenta, proyecta su sentido como algo, cuyo contenido, viene señalado por nuestro propio horizonte de sentido. Lo que se persigue no es algo que viene de afuera sino algo que ha estado siempre entre nosotros. La ceguera consistía en no haber producido nunca el conocimiento adecuado para darnos cuenta de que las respuestas no están afuera sino adentro; que las preguntas que hacíamos eran falsas preguntas porque no eran preguntas que se deducían de nuestros problemas sino una ciega asunción de lo que se pensaba afuera. Presos de una colonización subjetiva, nunca supimos cómo desplegar una forma de vida que asegure la vida de todos nosotros; presos del resplandor moderno de las mercancías, también nos devaluamos, aun en nuestra miseria, a desear aquello que nos sometía, como nación y como pueblo.
Nunca nadie nos enseñó cómo “vivir bien”. Porque quienes nos podían haber enseñado aquello, eran quienes padecían el peso real del sometimiento estructural, sobre los cuales depositábamos las consecuencias de nuestras adicciones: insertarse en la globalización representó, y representa, “morir como perros para que otros coman como chanchos”. Para mirar adentro hay que aprender a ya no mirar exclusivamente afuera; lo cual señala una propedéutica, ya no sólo ser conscientes sino autoconscientes. Pasar de la conciencia a la autoconciencia significa, pasar del deseo de cambio a lo que significa el cambio efectivo.
El “vivir bien” es un modelo que, como horizonte, da sentido a nuestro caminar el proceso. Hacia lo que tendemos, no es una invención de laboratorio o de escritorio sino lo que permanece como sustancia en todas nuestras luchas, ya no solamente como luchas emancipatorias criollas sino como lo que ha hecho posible inclusive a ellas: las re-vueltas emancipatorias indígenas. Por eso pervive el modelo como horizonte: el sumaj q’amaña. El q’amaña, el vivir, es cualificado por el sumaj, es decir, no se trata de un vivir cualquiera sino de lo cualitativo del vivir. Por eso el sumaj no sólo es lo dulce sino lo bueno, es decir, la vida se mide de modo ético y también estético. Una buena vida se vive con plenitud moral y rebosante de belleza. Por eso atraviesa todo el conjunto de los hábitos y las costumbres. Se trata de una normatividad inherente al mismo hecho de vivir, no como meros animales sino como verdaderos seres humanos.
Recuperar nuestro horizonte de sentido no es, entonces, un volver al pasado sino recuperar nuestro pasado, dotarle de contenido al presente desde la potenciación del pasado como memoria actuante. El decurso lineal del tiempo de la física moderna ya no nos sirve; por eso precisamos de una revolución en el pensamiento, como parte del cambio. El pasado no es lo que se deja atrás y el futuro no es lo que, de modo inerte, nos adviene. Cuanto mayor pasado se hace consciente, mayor posibilidad de generar futuro. El problema de la historia no es el pasado sino el presente, que tiene siempre necesidad de futuro.
El presente que nos toca vivir tiene esa demanda, porque estamos en la posibilidad de producir autoconciencia, ya no sólo nacional sino plurinacional. La revolución nacional, fracasada en el 52, sería ahora posible, pero ya no como nacional sino como plurinacional. Esto es: lo que hemos estado produciendo, en definitiva, ya no responde a demandas sectoriales o corporativas, ni siquiera particulares, como es siempre una nación, sino: el carácter cualitativo de esta transformación (el primer proceso de descolonización radical del siglo XXI) estaría mostrando la contradicción fundamental de esta época moderna, como verdadero diagnóstico de una situación planetaria: vida o capital. Lo que significa: vida o muerte.
Para que la vida tenga sentido vivirla, esta no puede carecer de proyecto; pero el proyecto no es algo privado sino lo que se proyecta como comunidad, en este caso, como comunidad en proceso de liberación. El sentido de la liberación significa un echar por tierra toda relación de dominación. “Vivir bien” querría decir: vivir en la verdad. Por eso, el que “vive bien”, camina “el camino de los justos”, el qapaq ñan. La transformación estructural es también transformación personal: tener la capacidad de ser y comportarse como sujeto. Por eso: se es sujeto relacionándose con el otro como sujeto, en el reconocimiento absoluto de la dignidad absoluta del otro. “Vivir bien” sería el modo de comportarse como decía el Che: como un hombre nuevo, capaz de sentir en su propia carne el ultraje que se comete contra un hermano al otro lado del planeta. El “hombre nuevo” ya no sería como el modelo educativo prescribe: un ser inteligente.
El hombre nuevo es un ser humano justo y liberador. Por eso su proceso de transformación es continuo; porque su condición no es la permanencia en un estado inactivo sino en una obstinada apetencia por trascenderse siempre.
De este modo, el “vivir bien”, proyecta un sentido que establece el por qué del vivir. De éste se desprende el cómo vivir. Del criterio se establece una normatividad. No se vive por vivir sino se vive de modo metódico, que es el modo organizado de un vivir auténtico. Caminar en la verdad es caminar en la justicia; por eso no es un caminar cualquiera. Se trata de la responsabilidad del caminar en el ejemplo. La política puede ahora transformarse, de la suciedad que empaña toda pretensión liberadora a la liberación como proceso de purificación de toda pretensión de dominación. La capacidad crítica de este proceso radica en la capacidad que se tiene de autocrítica.
El “vivir bien” no se deriva de algún valor metafísico que se impone a la situación presente. Se deduce de la historia y del propio mundo de la vida, como una presencia de la ausencia: lo imposible para el Estado colonial, la justicia, es lo que permite su transformación. El norte de la transformación queda indicado por esa ausencia presente en el grito de las víctimas. Su grito señala siempre un cielo a donde se grita. Lo imposible en la tierra se proyecta como utopía en los cielos. Del alajpacha, epistemológicamente, pasamos al qauquipacha. Del arriba al más allá en términos de utopía. Los cielos, en este sentido, pasan a ser el locus epistemológico de conocimiento. La presencia de esa ausencia se establece, así, en términos de utopía. Proyección que es, en definitiva, proyectada desde la historia hecha contenido de una conciencia liberadora. Por eso en el “vivir bien”, en su proyección, pernoctan todos aquellos a quienes debemos esta situación privilegiada.
En este cielo pernocta no sólo el dolor, pernoctan también los sueños y las esperanzas; la muerte de aquellos que daban lo único que tenían, para que todos pudiésemos tener lo que nunca tuvieron ellos. Su lucha es ahora nuestra lucha. Nuestra responsabilidad es también para con ellos, para que no sea también su muerte una muerte inútil. Nada nos garantiza que este proceso concluya triunfante; por eso precisamos volver la mirada, hacer nuestra la fuerza de nuestros mártires, ser fieles con aquello que nos encomendaron sus vidas. Ahora es nuestro turno. Por eso nos acompañan. Porque somos comunidad; al devolvernos el sentido de comunidad, nos ha sido devuelto el sentido de humanidad. Nuestra lucha es por la vida; eso es lo que nos hace más solidarios, más justos, pero, también, más responsables, es decir, más humanos. Eso es lo que hay que agradecer: la oportunidad histórica que tenemos de redimir, ya no sólo a un país sino a lo humano en general. Por eso, si no desarrollamos este nuestro proceso de transformación, le estaremos privando, a nosotros y al mundo entero, de la posibilidad de un mundo mejor, más humano y más justo. De nuestro triunfo o fracaso depende, en última instancia, el triunfo o fracaso del planeta entero. Si la vida toda está en peligro, no nos sirve producir para nosotros un arca para salvarnos. La salvación, o es de todos o no es de nadie. No hay sujeto sin autoconciencia. Esta nos lleva a manifestar al mundo nuestra palabra: la lucha por la Madre tierra es lucha por la humanidad; esta lucha es de aquel que asume la responsabilidad de un vivir en la verdad y la justicia. “Un mundo en el quepan todos” es un mundo donde todos vivan dignamente, es decir, donde el sumaj q’amaña sea el norte de toda política y toda economía. Por eso nos encontramos en el tiempo del pachakuty (o tiempo mesiánico). Nuestra es ahora la oportunidad histórica de producir aquello que nos legaron nuestros mártires: un mundo más justo. Si el occidente moderno no se hizo nunca cargo de la humanidad y del planeta, nosotros tenemos ahora que hacernos cargo de aquello. Nuestra lucha ya no es particular sino profundamente universal. La responsabilidad es ahora nuestra. Por eso: los mejores años de nuestras vidas, es lo que se nos viene, de aquí en adelante.
*Rafael Bautista es autor de “Pensar Bolivia del estado colonial al estado plurinacional”.
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