Por Diego di Risio y Hernán Scandizzo.- Salta, en el extremo noroeste de Argentina, tiene el triste mérito de haber sido la provincia donde, entre el 2002 y 2006, avanzaron con mayor velocidad los desmontes para la ampliación de la frontera agropecuaria. Según la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Nación, en ese periodo desaparecieron 414,934 Ha de bosques, 113.4% más respecto del periodo 1998-2002.
Este veloz desplazamiento de la frontera agropecuaria fue temporalmente paralizado en diciembre de 2008 por la Corte Suprema de Justicia, que ordenó frenar por cuatro años los desmontes en los departamentos salteños General San Martín, Santa Victoria, Rivadavia y Orán. Sin embargo, el inicio de exploraciones hidrocarburíferas en la misma región —el llamado chaco salteño— preocupa a comunidades indígenas y campesinas, que vuelven a recibir los mayores impactos, y genera conflictos.
La provincia es la segunda productora de gas del país (4.2 millardos de m³ en el 2009) y la octava de crudo (651,182 m³ en el 2009); aún así, desde sus comienzos en la década de 1920, la actividad hidrocarburífera estuvo focalizada mayormente en la frontera con Bolivia, norte del departamento General San Martín. Desde el 2006, los gobernadores Juan Carlos Romero (2003-2007) y el actual, Juan Manuel Urtubey, vienen impulsando la expansión de esta industria al resto de la provincia. En los últimos cuatro años se han adjudicado 28 nuevas áreas dentro de tierras indígenas y campesinas.
El inicio de las tareas de exploración, al despuntar el 2010, en las áreas Hickman —concesionada a las firmas Tecpetrol, argentina, y Petrobras, brasileña—, Tartagal Oriental y Morillo —a cargo de la operadora High Luck, unión transitoria de empresas conformada por la argentina Maxipetrol-Petroleros de Occidente y las chinas New Times y JHP International Petroleum Engineering— estuvo signado por conflictos con comunidades locales. El malestar por el ingreso inconsulto a territorios indígenas y campos de familias criollas, y la apertura de caminos, que implican desmontes parciales, derivó en protestas de diferentes agrupamientos wichi, que en algunos casos contó con el apoyo de campesinos. Sus reclamos van desde información sobre los proyectos extractivos y sus posibles impactos ambientales, a puestos de trabajo y asistencia para las empobrecidas comunidades.
“La gente que se ha visto de golpe con las empresas encima, ha hecho su manifestación cortando la ruta, pidiendo explicaciones. Lo primero que han hecho [las autoridades provinciales] es mandar a la infantería, después buscar la forma de poder cortarlos [conformarlos] con poca plata, pero nunca informando sobre el perjuicio que [esta actividad] puede ocasionar y que va a ocasionar”, explica Miguel Montés, coordinador del Consejo Wichi Zona Bermejo-Embarcación. “[Las empresas] emplean a dos [personas de la comunidad], les dan motosierras, les dan alguna herramienta, que la gente, con la necesidad que tiene, recibe. Y así engañan para poder meterse en los territorios que ancestralmente vienen ocupando los hermanos wichi y también, cómo no, los hermanos criollos”.
Respaldo gubernamental
“Las empresas petroleras en la zona tienden a avasallar al criollo y, con mayor razón, a las comunidades aborígenes”, afirma el abogado Carlos Iriarte, que patrocina a afectados. “Avasallan, en principio, porque no existe, aparentemente, la seguridad del dominio del particular —que en algunos son poseedores y en otros son titulares de la tierra—, pero la ley [nacional de Hidrocarburos] no discrimina entre propietarios y poseedores, inclusive habla de simples superficiarios o tenedores de la tierra”.
“Ello [sucede] con total complicidad con el Estado provincial”, acusa Iriarte, y denuncia que el señor Andrés Zottos, vicegobernador de la provincia de Salta, firmó un acuerdo de inversión económica con el dueño de la empresa local Wicap, contratada para los trabajos de exploración en las áreas Tartagal Oriental y Morillo. “Las empresas para poder ingresar a cualquier lote —no toquemos el tema específicamente aborigen [donde debería requerirse una consulta previa, libre e informada]— tienen la obligación de presentar un estudio de impacto ambiental, que debe ser aprobado en audiencia pública, en base a lo que establece la ley 7070 de la provincia de Salta. Eso de ningún modo ocurre, porque las empresas no han sometido la aprobación de ningún estudio de impacto ambiental y han ingresado previo a cualquier aprobación”.
Referentes wichi consultados por Noticias Aliadas coincidieron en que tuvieron dificultades para presentar denuncias contra las empresas porque el personal policial se negaba a recibirlas, y apuntaron a la connivencia entre las autoridades locales y las empresas. Además señalaron que funcionarios del Instituto Provincial de Pueblos Indígenas de Salta actuaron como facilitadores para que las comunidades acepten dar su acuerdo al ingreso de petroleras. También destacaron que las gestiones realizadas ante el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas no han prosperado para detener el ingreso de las petroleras a sus territorios. Ambos organismos tienen por objeto velar los derechos de los pueblos originarios en el país.
Tierra inerte
“Al partirse el monte de esa manera tan indiscriminada, sin tener ningún tipo de cuidado, esa tierra queda inerte. Tenemos fotografías de picadas [caminos] abiertas por YPF [Yacimientos Petrolíferos Fiscales, empresa estatal privatizada en los años 90] hace 30 años donde recién están creciendo los primeros yuyitos [plantas pequeñas]. Al sacar el monte como lo hicieron, el sol comienza a penetrar, no de forma oblicua —como debería ser, para no herir la tierra—, sino perpendicular a la tierra, lo cual va consumiendo el poco de monte que queda aledaño, y va ensanchándose más la brecha de tierra inerte”, explica la abogada Sarah Esper, que patrocina a comunidades wichi de Morillo y Tartagal.
De igual forma, el desplazamiento de la frontera agropecuaria no sólo significó el desmonte de miles de hectáreas sino también la ocupación de las tierras por parte de tenedores de títulos de propiedad, donde comunidades indígenas y familias criollas ejercían la posesión. Este acaparamiento de tierras por empresas agroindustriales redunda en la reducción de la superficie ocupada por campesinos dedicados a la ganadería y la consiguiente mortandad de animales por agotamiento de pasturas.
En el caso de las comunidades wichi, los círculos de caza, pesca y recolección, que pueden superar un radio de 15 km de sus viviendas, se han reducido drásticamente. Actualmente existen comunidades como La Chirola, en Fortín Dragones, confinada en 11 Ha, donde los comuneros se exponen a ser denunciados penalmente cada vez que ingresan a campos privados —que conservan algo de monte— a buscar sustento.
“El desmonte nos deja todo limpio el campo y nosotros por el monte vivimos. Como que nos quitan la vida, como que nos matan, es como [arrojar] una bomba atómica para que muramos, porque ya no tenemos vida, porque ya no tenemos más dónde recolectar algo o cazar. Porque esa es la vida de nosotros”, advierte Ramón Sánchez, cacique de la comunidad wichi La Golondrina, en Hickman. —