El nuevo orden mundial ofrece a la Argentina una gran oportunidad de reinserción estratégica. El país cuenta con alimentos y una gran reserva energética. Faltan políticas de largo plazo
Daniel Montamat.- El cambio del orden global ofrece a la Argentina una nueva oportunidad de reinserción estratégica en las relaciones internacionales. La onda larga que favorece los precios de los alimentos y la revolución energética generada por la explotación de los recursos fósiles no convencionales nos habilita, en conjunto con nuestros socios de la región, a negociar con otras regiones del mundo dos temas prioritarios de la agenda global: seguridad energética y seguridad alimentaria. Con una Argentina varada en el presente, sin hoja de ruta definida para aprovechar el reacomodamiento del poder mundial, estamos perdiendo el tren. Muchos argentinos reclaman un proyecto alternativo que nos permita recuperar la capacidad de transacción entre las urgencias del presente y las oportunidades de un futuro posible. De la viabilidad política de ese proyecto dependerá la continuidad o no del ciclo populista y posmoderno que nos esclavizó al corto plazo.
El orden de la posguerra se ha resquebrajado y la influencia de China, la India y otras potencias emergentes augura cambios en la estructura del poder mundial. Cuando Europa empezaba a industrializarse y a consumir más alimentos, en aquella onda larga de términos de intercambios (relación de precios entre lo que exportamos e importamos) del siglo XIX que se extendió hasta después de la Primera Guerra, nuestro país tuvo una inserción exitosa en las relaciones internacionales. A principios del siglo pasado, competíamos por las primeras posiciones entre los países de mayor ingreso per cápita del mundo. Desde 1930, y después de la Segunda Guerra Mundial, con la nueva hegemonía de Estados Unidos, empezamos a tener una inserción errática y fallida. Tal vez porque éramos menos complementarios para los intereses americanos que para los británicos, tal vez porque nos faltó capacidad de adaptación estratégica, pero lo cierto es que perdimos posiciones relativas en el concierto de las naciones.
Las comparaciones, a veces odiosas, sirven como espejo y medida del retroceso. Hasta 1930 nuestros indicadores económicos y sociales eran comparables a los de Australia y Canadá. Hasta 1960 tomábamos como referencia a Italia, y hasta la década del 70 nuestro ingreso per cápita era superior al español. Hoy perdemos posiciones comparados con otros países latinoamericanos. De parecer destinados a un futuro de grandeza a comienzos del siglo pasado, pasamos a resignarnos a un futuro de frustraciones y declinación relativa. Pero eso sí, la culpa la tenían los otros, por la condición periférica del país o por los nuevos términos de intercambio que nos habían dejado de favorecer.
La reinserción estratégica que hoy se nos ofrece como nueva oportunidad reconcilia nuestros intereses con los de la región y, en conjunto, nos proyecta a sendos acuerdos de largo plazo; uno direccionado al Norte y otro al Oeste (una “L” con la pata invertida). La región constituye nuestra plataforma de lanzamiento para negociar con otras regiones. Pero para eso la región debe transformarse en la nueva escala del mercado doméstico para cada uno de los miembros. La política debe volver a privilegiar la agenda de integración económica. Hay que vertebrar la geografía regional con energía, infraestructura y telecomunicaciones, y hay que promover la conformación de cadenas de valor intrarregionales. Como región integrada nos potenciamos para negociar seguridad energética con Norteamérica y seguridad alimentaria con China, la India y otros países emergentes.
Amy Myers Jaffe escribió en Foreign Policy (sept/oct-2011) un artículo que tuvo amplia repercusión en el establishment americano. Ya en su título planteaba que en la próxima década las “Américas” (la del Norte y la del Sur) se transformarían en la nueva capital de la energía mundial, desplazando a Medio Oriente. Contabiliza para ello los bitúmenes petrolíferos de Canadá, la revolución de los no convencionales en Estados Unidos ( shale oil / shale gas ), las reservas de aguas profundas del Golfo de México, las reservas de Venezuela (con crudos pesados, las más importantes del mundo), las reservas del pre-sal de Brasil (aguas profundas) y las reservas de recursos no convencionales de la Argentina. La suma le daba 6,4 billones de barriles, contra 1,2 del norte de África y Medio Oriente.
Por supuesto, compara reservas probadas de bajo costo y alto rendimiento energético con reservas y recursos de alto costo y bajo rendimiento energético. Pero Estados Unidos hoy se mueve al compás de ese objetivo estratégico y la región integrada (como Mercosur ampliado o Unasur) puede negociar tecnología e inversiones en un acuerdo energético de largo plazo con el Norte.
Hoy varios países de la región venden a China y otros países emergentes soja, aceites y otros granos. Mientras nuevas poblaciones accedan a niveles de consumo de clase media, la demanda de materias primas y alimentos se mantendrá firme. La región en conjunto puede ofrecer seguridad alimentaria negociando con esas potencias emergentes acuerdos de largo plazo que le permitan transformar la proteína vegetal en proteína animal y biocombustibles (agrega entre cinco y diez veces más valor). El objetivo es alcanzar, en una segunda etapa con productos alimentarios regionales y diferenciados, las góndolas de esos nuevos mercados.
Para negociar una reinserción estratégica exitosa para los intereses argentinos, debemos recuperar, en el orden interno, la capacidad de establecer transacciones entre las urgencias del presente y las restricciones de un futuro que se nos vino encima. Si seguimos varados en el presente, discutiendo variantes populistas por derecha y por izquierda, se nos va a pasar el cuarto de hora, con el serio riesgo de reincidir en otra reinserción fallida en las relaciones internacionales.
Para restablecer la capacidad de transacción entre el presente y el futuro, un proyecto político alternativo deberá expresar coincidencias básicas en la necesidad de recuperar la previsibilidad institucional, restablecer el circuito virtuoso del desarrollo económico, devolver a los argentinos una educación igualadora de oportunidades y erradicar la pobreza. La previsibilidad institucional se logra “republicanizando” la democracia, cumpliendo la Constitución y fortaleciendo el Estado de Derecho. El desarrollo económico impone rehabilitar el circuito de las cuatro “íes”: información, incentivos, inversión, innovación. No hay ninguna experiencia exitosa de desarrollo económico comparado que haya violentado este circuito. La gesta educativa hoy se mide en calidad, y eso empieza por medir comparativamente y por establecer metas, como lo hacen algunos de nuestros vecinos. La pobreza se erradica privilegiando los recursos presupuestarios destinados a ayuda social y dignificando al asistido con entrenamiento y oportunidades laborales.
Con su lógica bipolar y maniquea, sus sesgos autoritarios y su vocación redistributiva posmoderna (ocupada de sensaciones efímeras y no de la verdadera justicia social), el populismo nos tiene entrampados en el corto plazo. Suma tácticas con un único proyecto estratégico, el poder por el poder mismo. Nos lleva a una nueva desilusión colectiva, pero se prepara para volver travestido por derecha y seguir sumando corto plazo a la frustración argentina.
La alternativa de poder tendrá que promover el diálogo y la búsqueda de mínimos consensos en políticas de largo plazo, que, en lo posible, se transformen en políticas de Estado. Hay que seducir al electorado con un proyecto inclusivo, que canalice la energía social del presente en el logro de metas compartidas.
Es inevitable el realineamiento en las fuerzas políticas. La divisoria de aguas la marcará el populismo posmoderno, por un lado, y el progresismo moderno, por otro. La prioridad de la República y el desarrollo económico y social van a generar empatías transversales, como las que genera el populismo posmoderno. El populismo quedará atado al presente y deberá dar cuentas de su fracaso; la alternativa encarnará los retos futuros y deberá erigirse en la nueva fuerza política mayoritaria. Cuando en el ejercicio del poder exhiba resultados y la declinación argentina tenga un punto de inflexión, el populismo perderá peso político y un nuevo bipartidismo, respetuoso de la alternancia, debatirá las opciones y desafíos de una Argentina desarrollada.