Por Constanza Vieira y Helda Martínez
El paro de actividades por tiempo indeterminado que el lunes 19 decretaron en Colombia camioneros, campesinos y trabajadores de la salud derivó en protestas callejeras en ciudades y, este jueves 29, en una huelga general en todo el país. En cuestión está el modelo económico.
Las protestas se generalizaron ante la represión del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad, la policía antimotines), que dejó por lo menos dos campesinos manifestantes muertos y más de 250 detenidos.
Otro incentivo para la huelga, según analistas, fue el intento del presidente Juan Manuel Santos de minimizar los alcances de la movilización y de relacionarla con las guerrillas izquierdistas.
Llamativamente, acusado de financiar a la guerrilla, el domingo 25 fue capturado Húber Ballesteros, dirigente de la Federación Nacional Sindical Unitaria Agropecuaria (Fensuagro) y uno de los 10 portavoces de la Mesa de Interlocución Agropecuaria Nacional (MIA), emergida tras el último levantamiento campesino de dos meses en la norteña zona de Catatumbo.
A partir de Catatumbo, la causa campesina ha sido la más visible y especialmente exacerbada en los centrales departamentos de Boyacá y Cundinamarca y en el sudoccidental Nariño, donde imperan los minifundios y la producción de papa, cebolla, leguminosas, hortalizas, maíz, leche y frutas.
Los labriegos protestan contra la importación de alimentos, que compiten a precios inferiores con los que ya produce el país, y se quejan del alto costo de los insumos y fletes.
En el centro de los cuestionamientos están también la imposición inconsulta de grandes proyectos mineros en regiones agrícolas y los tratados de libre comercio (TLC), especialmente una norma derivada, la Resolución 970, que eleva a delito resembrar con semillas registradas.
Todo se resume en la falta de una política para lo rural, remarca la MIA, que el 8 de este mes anunció el paro de actividades y presentó un pliego de peticiones sectorial.
Este documento exige solución a la crisis que afecta al sector agropecuario, acceso a la propiedad de la tierra que se trabaja, reconocimiento de territorios campesinos, participación en las decisiones sobre política minera, garantías para ejercer derechos políticos e inversión social en el campo, incluyendo carreteras.
El paro de actividades prendió también en las ciudades a partir del domingo 25 tras conocerse, en fotos y videos difundidos a través de redes sociales por los propios labriegos con acceso a Internet, la represión del Esmad contra familias campesinas inermes, incluso ancianas y niños.
Una misión de defensores de derechos humanos reportó supuestos disparos indiscriminados contra la población, heridos por bala de dotación, arma blanca o golpizas del Esmad e, incluso,
supuesto abuso sexual y amenazas de violación a las esposas e hijas de los campesinos.
“Yo estaba cocinando para mis hijos cuando, en la ventana, vi a un agente del Esmad que, sin decir nada, rompió el vidrio y la lanzó hacia adentro. Salí corriendo para proteger a mis hijos”, contó a la misión una mujer, refiriéndose al momento en que fue atacada con una granada de gas lacrimógeno.
Tras las denuncias, la población urbana pareció acordarse de sus raíces campesinas y emprendió los cacerolazos, inusuales en este país.
El presidente Santos pidió perdón y abrió el diálogo, en una estrategia fallida de negociar por regiones o sectores. Los disturbios y asonadas igual se multiplicaron.
Santos reiteró en un comunicado el miércoles 28: “Mantengo la instrucción a la fuerza pública para que desbloqueen las vías como lo han venido haciendo”. Este jueves, sorpresivamente canceló el viaje a la cumbre de la Unión de Naciones Suramericana (Unasur) en Surinam.
En la víspera, los miles de indígenas del suroccidental departamento de Cauca informaron que comenzaron con rituales de “armonización” para unirse a la protesta en esta fecha, citada originalmente por el movimiento estudiantil para reclamar más financiación a la universidad pública.
“El paro nacional agrario es resultado de un acumulado histórico. Y ahora, la única solución es adelantar una gran transformación”, dijo a IPS el economista Héctor León Moncayo, profesor universitario y cofundador de la Red Colombiana de Acción Frente al Libre Comercio.
“En Colombia nunca se ha desarrollado una verdadera reforma agraria. Todos los intentos fracasaron”, recordó. El actual y longevo conflicto armado interno (nacido a fines de los años 50) “fue un pretexto para aumentar el poder militar y”, en paralelo, “el paramilitar”, agregó.
“Los paramilitares de extrema derecha aumentaron la violencia contra la población campesina, ocasionando desplazamientos masivos”, aseguró.
Según cifras de la no gubernamental Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento, los desplazados de sus hogares entre 1985 y 2012 suman unas 5,5 millones de personas.
Tras bambalinas, “los capos (jefes del narcotráfico) aumentaron la concentración de la tierra y hoy son muy pocas las regiones con economía campesina de pequeña escala. Claros ejemplos son los latifundios con cultivos de azúcar y palma africana”, explicó Moncayo.
Datos cerrados en enero de la Federación Nacional de Agrocombustibles indican que Colombia destinaba 150.000 hectáreas a la caña azucarera y palma aceitera, del total de cinco millones de hectáreas agrícolas que posee el país.
El gobierno de César Gaviria (1990-1994) impuso la apertura económica y ya en este siglo XXI llegaron los TLC que afectaron gravemente la competitividad. Así “se perdieron todas las posibilidades de comercio campesino, incluso, con competencia desleal”, agregó.
“Ya es difícil echar para atrás los TLC, pero sí es posible y urgente definir políticas sustentables hacia el desarrollo campesino”, aseguró el experto.
Las estadísticas manejadas por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo señalan que 32 por ciento de los 47 millones de habitantes de Colombia viven en municipios rurales y que entre 9 y 11 millones de ellos trabajan y viven de su producción agropecuaria.
“Necesitamos hacer la transición de la agricultura tradicional a la agroecología para lograr recuperar el campo colombiano”, dijo a IPS la académica Adriana Chaparro, profesora de Uniminuto, universidad de cristianos eudistas que desarrolla uno de los dos programas de pregrado con este énfasis.
“La agroecología es un gran reto que permitiría lograr los mejores frutos sin deterioro en extracción y explotación de la tierra. Evitaría también lo que muchos piden: subsidiar la agricultura, que exigiría inversiones cada vez más grandes y complejas de suplir”, aseguró.
“Esta movilización, que incluye razones justas, también es una oportunidad para revisar las prácticas agrícolas de manera reflexiva y crítica, sin caer en las lógicas del gobierno”, concluyó Chaparro.
La estudiante de Agroecología Tatiana Vargas considera que esta práctica “tendría que convertirse en un estilo de vida, que nos permita recuperar nuestra esencia”.