Una nueva celebración del Día de la Tierra en Argentina lo encuentra vaciado de sentido transformador. La gestión del marketing verde llama a realizar un cambio de conciencia (individual) mientras profundiza las políticas económicas extractivistas. Los “tarifazos” en los servicios públicos no apuntan a una transformación espiritual o cultural, sino más bien a garantizar rentabilidad empresarial y augurar un negocio futuro para los hidrocarburos no convencionales.
Por Eduardo Soler / ComAmbiental
“No es la Tierra la que está en crisis sino la que clama y reclama que revisemos nuestros valores, que se revelan contradictorios y autodestructivos cuando profanamos recursos naturales y sus diversas formas de vida”. La frase en sí misma podría encontrarse en un manifiesto ecologista, elaborado por organizaciones ambientales, que critiquen con justeza el actual paradigma de desarrollo. El problema radica cuando son palabras del actual Ministro de Ambiente, Sergio Bergman, cuya gestión en el marco del actual gobierno nacional sólo es un ejemplo de lo que critica: exponer valores “contradictorios y autodestructivos”.
El gobierno de Cambiemos, se sabe, no ha cuestionado el modelo extractivista predominante en los últimos años, sino que se dedicó a profundizar políticas de incentivo hacia rubros como la megaminería y los agronegocios. En este punto, impuso un ideario de la ortodoxia neoliberal, bajo la interpretación de que retirar los impuestos permitiría una mayor afluencia de inversiones, bajo el amparo de la lógica del mercado. Al mismo tiempo, la llamada “apertura” de la economía incrementó las importaciones de bienes extranjeros, incentivando la desindustrialización nacional.
Por otra parte, el tema del momento son los “tarifazos” que ponen en vilo a las economías familiares, pero también de las pequeñas -y medianas- empresas. La situación de los aumentos generalizados desde el cambio de gobierno que pretende “sincerar” los precios incluye diferentes aristas. Durante el kirchnerismo, la política de subsidios fue generalizada en tanto nunca llegó la anunciada “sintonía fina”. Al mismo tiempo, la política de energía barata sin modificar la matriz dependiente de los hidrocarburos llevó a consolidar el esquema de la “crisis energética”, no como un indicador coyuntural sino estructural desde la perspectiva de la ecología política.
En una primera instancia, el discurso del gobierno de Cambiemos insistió en que la suba de tarifas tenía un objetivo “ecológico”, ya que permitiría promover el ahorro mediante una racionalización del consumo. Ya criticamos esta posición (neo) liberal. Más aún, la insistencia en subir las tarifas (en el caso del gas podrían acumular un mil por ciento) cuando no existe casi margen para una mayor reducción del uso -o por lo menos no con el mismo criterio- pone en evidencia que sólo persiste una finalidad de reducción del gasto público para cumplir metas fiscales. Queda por fuera la perspectiva del derecho a la energía y su análisis conectado a los modos de vida urbanos.
Así, vale reiterarlo, la política energética debe integrarse en un horizonte más general, donde se considere no sólo el llamado modelo económico sino también otras variables fundamentales. Al contrario, la decisión de avanzar con las grandes represas sobre el Río Santa Cruz fue un caso emblemático del lugar que le otorga este gobierno al cuidado ecológico y el respeto al diálogo ciudadano. Al mismo tiempo, la construcción de las represas no está enmarcada en un plan regional, para lo cual la energía sea utilizada en una industria sustentable local. Por el contrario, en la provincia hay megamineras que extraen gran cantidad de energía.
Para el Ministro: “Hoy, ambiente ya no es un medio sino parte de nosotros mismos. Para que tengamos una política de Estado en materia ambiental es necesario asumir un cambio cultural”. No obstante, esta referida transformación desde lo cultural no se articula, sino que se observa una profundización del mismo modelo consumista. Sí se modifica la intención de que el consumo sea visto como una exclusividad de cierto sector social. En este esquema de reproducción de las desigualdades sociales, otros sectores populares deberían conformarse con acceder a una cuota más restringida, inclusive de los servicios públicos.
En paralelo, otro patrón que no se modifica es el acceso desigual a la tierra. En el caso del sector agropecuario, la conducción del Ministerio de Agroindustria se encuentra en manos de la Sociedad Rural Argentina, los tradicionales “dueños de la tierra”. También en este aspecto se evidencia que en los últimos años no se modificó el aspecto estructural, algo que busca modificar la Ley de Propiedad Comunitaria Indígena. Claro que el contexto no es beneficioso, ya que incluso se está desarticulando el área de la Agricultura Familiar, impulsada al final del gobierno kirchnerista bajo la premisa de la “co-existencia” (con el agronegocio). Así, la suba de los alimentos viene de la mano de esta lógica especulativa del agronegocio.
En cuanto al acceso al suelo urbano, o a la vivienda familiar, la situación sigue muy deficiente. En la Ciudad de Buenos Aires, el 38 por ciento de la población es inquilina. En promedio, según una encuesta de la Federación de Inquilinos, en Argentina las unidades familiares que se encuentran en esta situación gastan hasta un 41 por ciento de sus ingresos en el alquiler. Por lo tanto, allí es donde impacta mucho más el tarifazo, que al desequilibrar el frágil presupuesto doméstico se traduce en facturas impagables. Esta grave problemática no parece que vaya a resolverse, en tanto la nueva línea de créditos UVA presenta un gran riesgo financiero, pensado bajo la lógica de la rentabilidad asegurada para los bancos.
Y de hecho, como lo argumenta el propio David Harvey, la renta urbana es un elemento fundamental de la acumulación por desposesión. Los excedentes obtenidos en la exportación del monocultivo de soja transgénica -o la explotación quimíca de las reservas de oro, en menor medida- se observan en propiedades ociosas de las grandes ciudades. Los grandes complejos en las costas son un ejemplo visible (desde fotografías aéreas). Este tipo de residencias no tiene una política fiscal efectiva que busque por esta vía recaudar fondos para el Estado o mejor aún limite esta práctica insustentable. El extractivismo urbano así se expande, incluso en contra del bien común de los espacios verdes.
En síntesis, el tarifazo como política reiterada no busca el recurso espiritual del “cable a tierra”, del mentado cambio cultural que implicaría “desenchufarse”, consumir menor y salir al verde a respirar. Porque las ciudades -cada vez menos- están diseñadas para eso. No tiene tampoco por detrás una política coherente y sostenida de ahorro o eficiencia energética programada para desarticular las fuentes contaminantes de energía. Implica, por el contrario, asegurar la renta de las empresas del sector (productoras y distribuidoras) haciendo que la energía se pague “por su valor” (rentable), abriendo así la puerta al costoso mercado del petróleo y gas no convencionales.
Un cable a Tierra, en el buen sentido, implica una conexión orgánica con nuestro entorno, repensar nuestras vinculaciones en el modo de vida urbano con las externalidades (y las “internalidades”) ambientales. Ello supone una crítica a la lógica de mercado, su criterio economicista y su racionalidad económica que esconde el supuesto de la desigualdad social y el falso concepto de ahorro, pues se trata de una transferencia de recursos. Esto no se genera en la continuidad o el cambio al interior del modelo extractivo.
Ver también:
ComAmbiental (2016): Cambiando ecología por ahorro.
ComAmbiental (2016): Los tarifazos son el fracking
ComAmbiental (2017): La grieta conservacionista