En un artículo para la revista Nueva Sociedad, Francisco Cantamutto y Martín Schorr analizan las consecuencias de la idea de que los países del Cono Sur deben exportar como la única oportunidad de desarrollo. Pago de deuda, explotación laboral y conflictos sociales y ecológicos en un recorrido integral por el “fetiche de las exportaciones”.
Por Fracisco Cantamutto y Martín Schorr / Nueva Sociedad .- El desarrollo de las fuerzas productivas orientadas por el impulso de la demanda externa forma parte de América Latina y el Caribe desde su integración a la economía mundial. En ese origen, las necesidades metropolitanas se imponían sobre las locales a la hora de ordenar qué se produce y cómo se lo hace, lo cual implicó una trayectoria de más de trescientos que fue definiendo qué negocios privilegiar y generó estructuras productivas, actores sociales e imaginarios, todos ellos factores que pesan a la hora de pensar alternativas de desarrollo.
La modalidad primario-exportadora fue la privilegiada a la hora de establecer la inserción de la región en el mundo decimonónico, bajo el peso privilegiado no solo de los mercados externos sino de los capitales extranjeros en las economías recientemente nacionales. Las incipientes burguesías locales crecieron asociadas a este impulso. No es de extrañar entonces que aparecieran tan mezcladas las ideas de independencia nacional y la sociedad con los capitales extranjeros.
Esta fusión fue puesta en duda en todo el continente en las vísperas de los centenarios de las revoluciones independentistas, y fermentó en un clima con rasgos antiimperialistas más o menos generalizados. Este ánimo fue usado, a su vez, por muchos gobiernos de la época para renovar sus esfuerzos de nacionalización de la cultura, persecución de extranjeros «indeseables» y represión de la protesta social. Este reverdecer nacionalista se combinó con el estallido de la Primera Guerra Mundial, que fue un primer traspié para el hasta entonces motor de la acumulación, que terminó de desbaratarse durante el interregno abierto entre la crisis de la década de 1930 y la finalización de la Segunda Guerra Mundial.
Ese período abrió la oportunidad al desarrollo de industrias locales ante la interrupción del abastecimiento externo. Con dudas y reticencias de las elites locales, fueron décadas en las que la acumulación debió reorientarse ante la destrucción masiva de las economías centrales europeas y su desplazamiento por Estados Unidos. Fueron los años de la llamada industrialización por sustitución de impoertaciones, apoyada en la amplia red de talleres desarrollada en las márgenes durante la etapa previa. Casi todas las economías de la región atravesaron cierto impulso industrializador en esas décadas.
Sin embargo, a partir del final de la guerra, con la presión por volver a los negocios «como siempre» de las multinacionales, la continuidad del proceso se restringió a las economías de mayor tamaño relativo, cuyos Estados tuvieron un rol protagónico. Muchos de los proyectos iniciados en esos años madurarían décadas más tarde, dando lugar a «anómalas» producciones de alto valor agregado o composición tecnológica. Durante estas décadas, los flujos de intercambio externo jugaron un rol menos significativo que en el pasado, sin por ello dejar de tener importancia.
La deuda como organizadora de la producción
Esa desconexión relativa empezó a quebrarse en la década de 1970. Operó entonces una reconfiguración de la acumulación a nivel mundial. El ascenso neoconservador en Estados Unidos y Gran Bretaña pondría fin no solo a los arreglos internos en torno a los Estados de Bienestar, sino a los acuerdos monetario-financieros de Bretton Woods, que moldearon los intercambios internacionales por tres décadas. El inicio de las reformas de apertura en China se conjugó en este escenario, para facilitar la incipiente reestructuración de la producción, en forma de cadenas globales de valor y el despliegue de un vigoroso proceso de financiarización. En este momento crítico de quiebre, se inició lo que luego se conocería como neoliberalismo.
Vale resaltar que en un gran número de países de la región —incluidas las poderosas economías argentina y brasileña— la adaptación a estos cambios se dio de la mano de sangrientas dictaduras. No sería preciso suponer que se contaba con un modelo claro de antemano. Por supuesto, existían grupos de presión en el campo de las ideas, donde la ortodoxia neoliberal había ganado presencia con think tanks, becas, publicaciones y cuadros técnicos, todo en estrecho vínculo con las empresas de mayor porte. Pero también existían al interior de estas mismas dictaduras quienes daban relevancia a la industria y a ciertos sectores estratégicos por un problema de soberanía militar. La confluencia se encontraba en la orientación represiva, excluyente y contraria a la organización de las mayorías sociales.
La llave del cambio vino por un canal financiero. La acumulación de dólares excedentes en los sistemas financieros de los países centrales fue reciclada en forma de préstamos casi compulsivos a los países latinoamericanos. Pautados a tasas bajas, pero variables, renegociados anualmente, sin destino específico, sirvieron para responder al impacto de la suba de precios del petróleo como para financiar el terrorismo de Estado. En muy pocos casos los préstamos se canalizaron a la inversión productiva. También fueron a empresas estatales que no precisaban de esos fondos, pero luego deberían pagarlos, lo que reducía su capacidad operativa. Esta abundancia de fondos se vio abruptamente interrumpida a inicios de los años 80, tras la suba de las tasas de referencia en Estados Unidos. Los fondos se retiraron de la región de manera súbita, dirigiéndose a los países centrales. Así, como castillo de naipes, casi todos los países de la región entraron en problemas de pagos. Tanto la entrada masiva de capitales como su salida en estampida fueron definidas por prioridades y arreglos en los países centrales. Pero la crisis recayó sobre la periferia.
¿Por qué es importante remarcar esto? Porque la gestión de la crisis de la deuda en la década de 1980 terminó de dar forma al giro en torno al desarrollo de la región. A pesar de los intentos de organizar clubes de deudores, la presión de los acreedores se impuso. Durante la llamada «década perdida» la región prácticamente no creció, lidió con severos problemas de inflación y una regresividad manifiesta, debió ajustar sus presupuestos, enfrentó términos de intercambio desfavorables, pero al mismo tiempo transfirió valor en forma de pagos. Aun así, su deuda creció. Poco importó el origen de dudosa legalidad y legitimidad, las violaciones de derechos humanos de los gobiernos que recibían los fondos ni la corresponsabilidad de los acreedores.
La cesación de pagos generalizada ponía en crisis los balances contables en las casas matrices, lo cual podía hacer tambalear las economías centrales. Por eso, los Estados intervinieron de manera oficial, negociando durante una década hasta dar forma, tras el hito del plan Baker, al plan Brady, que permitió a inicios de la década de 1990 canjear la deuda en mora por nueva deuda en regla, a cambio de la aplicación de una serie de «recomendaciones» que ya se conocían como Consenso de Washington. Si durante la década de 1980 maduraron proyectos puestos en marcha por el Estado en décadas previas, y se aceleró el proceso de reconversión productiva para obtener divisas, en la de 1990 esto se terminó de organizar con la quita de mecanismos de regulación estatal, privatizaciones, «desregulación» de una multiplicidad de mercados (incluido el laboral), firma de tratados de inversión y de libre comercio, y apertura comercial. La mayor parte de estos cambios se sostuvieron en la región hasta el presente.
¿Qué exportaciones?
La nueva orientación exportadora se forjó no para sostener los niveles internos de consumo ni el desmanejo fiscal, sino para pagar deuda. Con matices, la región se consolidó como exportadora de materias primas, sobre todo de productos agropecuarios, piscícolas, forestales, metalíferos y mineros así como su procesamiento básico. Para ello ha sido clave la falta de estándares ambientales. Algunos pocos países lo combinaron con la exportación de hidrocarburos, en ciertos casos, con muy bajo grado de procesamiento (por ejemplo, México exporta crudo para luego comprar gasolinas procesadas).
Esto es lo que se suele llamar «extractivismo», a saber la explotación a gran escala de recursos naturales o comunes, con alto grado de estandarización, intensivos en capital, para obtener productos de bajo valor agregado normalmente destinados a la exportación. O «neoextractivismo», cuando se combina con captura parcial de la renta asociada por parte del Estado, a través de impuestos o mediante su participación en la producción. Esto no quita que, en algunos casos, en estas producciones se paguen salarios relativamente altos. Pero se hace a costa de segmentar el mercado de trabajo, estableciendo una creciente heterogeneidad entre sectores económicos, que terminan por obstruir cualquier otra actividad productiva: ¿qué otras producciones son compatibles con esta especialización? A esto se suma además del grado de precarización y menor remuneración de las actividades conexas en la cadena de valor, mayormente subcontratadas en condiciones más pauperizadas. Los salarios de estos sectores son relativamente altos respecto de una media social precisamente desvalorizada para garantizar cierto nivel de competitividad externa.
Es habitual que las comunidades ubicadas en torno a los grandes proyectos no sean consultadas. Se trata de un derecho reconocido internacionalmente en el caso de comunidades originarias. Incluso cuando tentadas por posibles puestos de trabajo las comunidades saben que los empleos vienen de la mano de la destrucción de fuentes alternativas (¿cuántas granjas ha arruinado la explotación petrolera por fractura hidráulica, por ejemplo?) y la afectación directa de la salud de las poblaciones vecinas a los emprendimientos extractivos. Las economías regionales devastadas por el huracán neoliberal hoy son presentadas así como zonas de sacrificio.
Muchas de estas críticas son descartadas, consideradas fatuas no solo por partidarios de visiones ortodoxas de la economía, sino por quienes se consideran neodesarrollistas. No se ha reparado lo suficiente en esta llamativa coincidencia en la veneración a las ventajas comparativas —basadas en la dotación dada de factores o recursos con que cuentan las naciones, como «dones» naturales—. Lo que la ortodoxia abraza como mandato, el neodesarrollismo parece aceptarlo como resignación. Aunque siempre se afirma la necesidad de agregar valor y crear empleo sobre estas ventajas, no se cuestiona la preeminencia de esta fuente de acceso a divisas por la vía exportable.
En algunos países, la especialización primaria se combinó con la provisión de fuerza de trabajo barata, a través del emplazamiento de industrias bajo el modelo de maquilas. Se trata centralmente de la industria textil, la electrónica y la del transporte, orientadas a la exportación a Estados Unidos, como ocurre en Centroamérica y México. Este conjunto de economías se especializa en el uso de fuerza de trabajo mal remunerada para la especialización orientada a la exportación. A este fenómeno Ruy Mauro Marini lo llamó superexplotación de la fuerza de trabajo. Menos teorizado se lo puede entender como el caso de quienes tienen empleos que no les permiten salir de la pobreza. Debe añadirse que en este caso que la desigualdad de género es particularmente explotada como fuente de ganancias: mujeres peor pagas y con peores condiciones laborales como motor de desarrollo.
Finalmente, el turismo es el único servicio en que la región obtiene superávit en el comercio exterior. Esto habilita a múltiples proyectos de inversión que aprovechan la belleza paisajística y la fuerza de trabajo relativamente barata. Al igual que la maquila, se distinguen de la explotación de recursos por ser más demandantes de trabajo, predominantemente mujeres, y en muchos casos con niveles de calificación relativamente bajos. Debe anotarse que, en materia de especializaciones en la provisión de divisas, se pueden anotar dos variaciones más: el envío de remesas por parte de migrantes que debieron irse de su país de origen por falta de oportunidades, y remiten fondos a sus familiares, y las economías que funcionan como guaridas fiscales, lo que les provee cierto excedente de divisas. Aquí, claro, la ventaja está en la baja tributación y escaso control de las operaciones financieras. Ninguno de estos casos parece poder proponerse de forma explícita como proyecto de desarrollo, de modo que se evita resaltarlos en la agenda económica.
Ahora bien, las tres primeras especializaciones señaladas (extractivismo, maquila industrial y turismo internacional) estuvieron centradas en el desmantelamiento de las estructuras productivas internas. No respondieron a necesidades nacionales o a programas de desarrollo, sino a la crisis y la necesidad de obtener recursos externos y fiscales para pagar deuda. Es decir, no fueron puestas en marcha para sostener el consumo ni la inversión. En algunos casos, las exportaciones tienen baja demanda de fuerza de trabajo y en otras dependen de remunerar mal a la misma. No parecen ser promesas de desarrollo atractivas.
Un fetiche de exportación
Las especializaciones productivas de exportación en la región no se fundamentan en programas de desarrollo nacional, ni en el objetivo de superar las barreras impuestas por la escala de mercado, ni en prioridades internas de consumo o inversión, ni siquiera de recaudación. Tampoco se sostienen sobre mecanismos de integración de segmentos clave de las cadenas de valor, ni en la aplicación de conocimientos generados en la región. Se justifican en la urgencia de obtener divisas, como mandato ante la aparente escasez que limita el crecimiento. Sin embargo, la tracción importadora asociada al crecimiento está basada en la propia apertura temprana de las economías latinoamericanas, que desmanteló actividades que bien podrían realizarse localmente.
Más aún, la región no muestra una situación de déficit sistemático en su comercio exterior, ni tampoco los superavits y déficits están asociados a fases de crecimiento o crisis. Mientras que el saldo agregado tiene cierta variabilidad, la salida de divisas por el pago de intereses y de utilidades es sistemático. El saldo negativo de estas rentas se multiplicó por siete en las últimas cuatro décadas, permaneciendo en torno a 3% del PBI desde 1990. Esta brecha debe cubrirse de alguna manera, y es allí donde las exportaciones juegan el rol crucial, tanto para la ortodoxia como para parte de la heterodoxia, que no cuestionan la dinámica de la deuda o el rol del capital extranjero en general.
La inversión extranjera directa, muchas veces asociada a grandes proyectos de desarrollo, se muestra en las últimas décadas como una suerte de pinza, en la que cada vez se necesita más inversión para dejar un mismo aporte de divisas, descontando lo que se va en materia de utilidades remitidas al exterior. En la última década (2011-2020), esta inversión dejó un aporte neto de divisas similar a la fase 1994-2003, pero con un nivel de inversión dos veces y media mayor (lo que representa un menor aporte en el PBI total). Es decir, el esfuerzo para atraer inversiones es cada vez mayor. No en vano, la mayor parte de la región ha sostenido su adhesión a la institucionalidad de los tratados de inversión (con las excepciones de Brasil, Bolivia, Ecuador y Venezuela). América Latina y el Caribe es la región con más demandada por inversores ante tribunales internacionales y 70% de resoluciones fueron favorables a sus intereses. Acumula 21.807 millones de dólares en arreglos desfavorables, lo que es equivalente a toda la inversión extranjera neta de 2020.
El fetiche de las exportaciones como fuente de desarrollo se basa en la omisión de esta clase de consideraciones. Por supuesto, para la ortodoxia económica y los defensores de las grandes corporaciones, esto no constituye un problema. Para una gran parte de la heterodoxia, que no ignora el problema, se trata de un mandato de realpolitik. Incluso cuando no ocupan cargos de gobierno. Esto es extraño, porque al mismo tiempo que reconoce la necesidad de incrementar exportaciones para pagar estas salidas de divisas, elude cualquier consideración respecto de la capacidad de lobby y el peso estructural que adquieren los actores asociados. Su promoción no parece compatible con posteriores controles o regulaciones, a menos que se tenga una idea precaria de las dinámicas de poder o ilusiones respecto de la capacidad de los Estados (en especial, los subnacionales) de eludir la captura por parte de estos actores poderosos. ¿Por qué motivo los actores económicos especializados en actividades tal como existen hoy cederían recursos económicos y políticos para su propio debilitamiento?
Ante la insuficiencia de argumentos para responder estas dudas, no pocas veces hemos visto la reacción conservadora, incluso agresiva, por parte de ortodoxos y heterodoxos que demandan exportar más, ahora mismo, relegando la distribución del ingreso a un «futuro promisorio» si se logra primero consolidar un modelo de crecimiento traccionado por exportaciones. La urgencia se basa en la imposibilidad de cambiar las relaciones externas o discutir procesos de largo alcance. Y al hacerlo, suelen ridiculizar las objeciones de ambientalistas, comunidades locales o incluso sindicatos. Está claro, nadie a esta altura supone que una economía puede sobrevivir aislada del intercambio con el mundo. La propuesta no es aislacionismo y primitivismo, sino desarrollo basado en las necesidades locales, en garantizar niveles de vida decentes para toda la población. Y en esto, la orientación exportadora de las últimas décadas, bajo gobiernos de diferentes ideologías, tiene un número elevado de cuentas pendientes.