Después del fracaso de la Cumbre del Cambio Climático en Copenhague, las posibilidades de enfrentar debidamente esta situación pasan, en buena medida, por los resultados que se den en esta ciudad del sur de México
Gustavo Duch
Público
Ya estamos en Cancún. Después del fracaso de la Cumbre del Cambio Climático en Copenhague, las posibilidades de enfrentar debidamente esta situación pasan, en buena medida, por los resultados que se den en esta ciudad del sur de México. Hasta que finalice la cita estaremos bien informados de lo que allá suceda, aunque será común leer y escuchar términos que probablemente a muchos de nosotros y nosotras se nos escapan.
Entre ellos, y de capital importancia, se aludirá a los llamados mercados de carbono o comercio de emisiones, uno de los mecanismos para combatir el calentamiento global prioritario para muchos países y sus gobernantes, a la vez que está en el centro de las críticas para muchos movimientos sociales y campesinos presentes en la cumbre.
¿Cómo funciona este comercio? La idea, como explica Larry Lohmann en La Jornada, es simple: “Si según las leyes europeas o japonesas se tienen que reducir las emisiones de gases, y si los países industrializados no quieren pagar los costos que ello implica, ¿por qué no hacer reducciones donde es más barato, en países como China o México? Entonces las industrias de esos países pueden ganar dinero vendiendo las reducciones al norte”. Efectivamente, la idea es simple pero perversa, porque el resultado final de esta operación aritmética es, la mayoría de las veces, cero y no se deja de contaminar. Es decir, la contaminación que se ahorra en un país del sur se genera en un país industrializado. Y cuando no es cero, es peor, porque no resta emisiones sino que las suma. El hecho de poder tener acceso a cuotas de emisión (que se compran y venden baratas) hace posible que muchas industrias contaminantes amplíen sus negocios sin adoptar las transformaciones medioambientales adecuadas.
Desde que la ONU puso en marcha este mecanismo en 1997, muchos son los ejemplos para constatar esta realidad. Como explica Lohmann, y sin salirnos de México, entre las exportaciones más importantes de este país podemos hablar de camarones, petróleo y manufacturas textiles; o el comercio ilegal de droga que tanto daño está haciendo a las comunidades del norte de México; o los millones de migrantes que salen vendiéndose como mano de obra barata; o –y esta es la novedad– el más sutil mercado de derechos de contaminación. Empresas hidroeléctricas o cementeras de Suiza, España, Francia, Japón y Holanda han adquirido en México derechos de contaminación que las exime de la obligación legal de reducir las emisiones de CO² que les imponen las leyes referentes al clima, pudiendo retrasar las medidas estructurales, y tan necesarias, contra el calentamiento global.
Como hemos visto, este mecanismo no parece ayudar a los objetivos para el que fue diseñado, pero como suele ser habitual, la utilización del mismo tiene unos beneficios insospechados para mentes teñidas de verde -del tono verde billete–. Por un lado, los mercados financieros, a los que no se les escapa un solo negocio, han desembarcado vestidos con un parche en en ojo y pata de palo, especulando con la compra y venta de derechos de emisión. Como si fuera el tradicional juego del teléfono, por aquí los compro baratos y por acá los vendo caros.
Por otro lado, y en países como México que pueden vender emisiones de carbono, aquellas empresas que de por sí son muy contaminantes han visto que vender parte de su contaminación es muy rentable. Casi más que su propia actividad. Por lo tanto –deducen–: “Si somos capaces de contaminar más o contaminar peor tendremos más mercancía para vender”. Parece muy miserable, pero –informa Lohmann– así lo están haciendo empresas del sector porcino, como la conocida multinacional Smithfield relacionada con el brote de gripe A del año pasado. O Quimobásicos de Nuevo León, el mayor exportador mexicano de derechos de contaminación, a base de ampliar su actividad. Cuanto más trabaja, más aumenta la generación de un gas contaminante y más le pagarán por destruirlo debidamente. El costo de esta destrucción se calcula en tres pesos por tonelada equivalentes de CO² (una forma de tasar), que se vende en el mercado de carbono por encima de los 200 pesos por tonelada equivalente de CO².
Por último, aunque me temo que la imaginación mercantilista no se agota aquí, también se da el caso de empresas europeas que han comprado terrenos a precios muy bajos a comunidades indígenas para la instalación de parques eólicos. Lo que no sospechaban los pueblos indígenas desplazados es que estas empresas ganarán con sus tierras por partida doble: por la generación de electricidad y por la venta de derechos de contaminación.
Queda claro, desde mi opinión, que este no es el buen camino para una efectiva y real lucha contra el cambio climático. Entender la alimentación como mercancía ya hemos visto que genera hambre. Entender la descontaminación como mercancía puede ampliar la emisión de gases de efecto invernadero. Que la Cumbre de Cancún sea un paso a favor de la vida futura y sostenible no depende de mecanismos parciales como el analizado, sino de potenciar decididamente la regulación e intervencionismo político para reducir la contaminación en origen y en sus focos principales. Aunque algunos de estos focos no parecen muy presentes, como denuncian desde las caravanas de La Vía Campesina en su viaje a Cancún, señalando las responsabilidades de la agroindustria alimentaria como actividad que calienta el planeta.
Rebelión