Por Pablo Cingolani.- Desde que los hermanos y compañeros de la FENAMAD, la Federación Nativa peruana que representa a los pueblos originarios de la cuenca del río Madre de Dios, me avisaron que el puente “está como paralizado” (correo electrónico del 3 de febrero), me inundó una alegría visceral, pura, física, asible, y no se me pasa.
Sucede que más allá de los por qué, el puente rebautizado Billinghurst está colapsando –si son fallas humanas, técnicas; si hay socavación, si fallaron los estudios hidrológicos, no soy ingeniero, y en el fondo, insisto, los porqué no importan, son problemas de ellos, los constructores de puentes-, la situación, no me caben dudas, es emblemática, por muchos motivos.
Que el primer gran puente sobre un río mayor de la Amazonía Sur, se fisure (como informan medios impresos y virtuales del Perú) y deba ser desmontando –haciendo fracasar su anunciada inauguración prevista por el presidente peruano para el pasado 20 de enero, cosa que obviamente no ocurrió- es un símbolo de la resistencia que la naturaleza y sus defensores –para empezar, los hermanos indios de la zona de influencia del río- oponen a esos planes de penetración del capital a las selvas sudamericanas, planes que como ya denunciamos sólo significan el principio del fin de los bosques y la consumación del acto final del genocidio que persigue desde hace cinco siglos a los pueblos indígenas de la Amazonía.
¡No había sido tan fácil, señores de Odebrecht! (la súper empresa constructora brasileña que lidera el consorcio ingenieril que está a cargo de las obras civiles y de la cual el estado brasileño es su relacionador público y algo más); no había sido tan fácil, señores que impulsan la IIRSA –la Iniciativa de Integración de la Infraestructura Sudamericana- que promueve la construcción de otras decenas de puentes y demás artillería para la depredación; no había sido tan fácil, señores de los gobiernos de la región que implementan y legalizan esas acciones sin tomar en cuenta las verdaderas necesidades de la gente y los derechos de los habitantes amazónicos; no había sido tan fácil, señores de las trasnacionales, que esperan la finalización del puente para lucrar con el libre comercio y penetrar hasta el último rincón de los montes con sus perforadoras mineras y petroleras, sus vacas y sus semillas de soya; no había sido tan fácil dominar al “padre de los ríos” (Manutata, así lo llaman los Araonas, que sobrevivieron al genocidio que provocó la extracción del caucho), no había sido tan fácil dominar a la naturaleza, no había sido tan fácil…
Es que los ríos amazónicos, señores, son ríos bravos. Es muy impactante lo que anotan dos arqueólogos finlandeses sobre las características de estos ríos, de manera específica del propio río Madre de Dios, hidrónimo colonial que reemplazó también a la denominación inca de Amarumayu (río de la serpiente), ya que el curso de agua fue una de las vías históricas de ingreso de los serranos a las selvas.
Los nórdicos dicen que “Una de las secciones fronterizas del Tawantinsuyu, donde los incas penetraron con profundidad en las tierras bajas, fue la cuenca colectora de los ríos Beni y Madre de Dios. Un problema que surge al estudiar estas áreas de tierras bajas reside en el cambio continuo de los sistemas fluviales a causa de los cursos serpenteantes (meándricos), así como en los repentinos traslados de las superficies inundables ribereñas (avulsiones), generadas por los movimientos tectónicos”. Los busca-tiestos de Finlandia, agregan datos que los ingenieros de la Odebretch deberían sopesar: “por ejemplo, Dumont ha demostrado que el río Beni tuvo por lo menos seis desembocaduras diferentes, dos de ellas en el Mamoré y el resto en el Madre de Dios. Las reubicaciones menores de la confluencia Madre de Dios-Beni pueden ser interpretadas por medio de imágenes satelitales. Estas mutaciones de locación pueden haber provocado enormes inundaciones. Asimismo, tales cambios de curso fluvial habrían provocado el traslado de asentamientos humanos, dificultando la tarea de establecer explicaciones históricas correctas. (Tomado de Martti Pärssinen & Ari Siiriäinen, Andes Orientales y Amazonía Occidental, CIMA, La Paz, 2003)
¡Si los ríos amazónicos presentan tantas dificultades para los estudios etnohistóricos, imaginen lo que pueden ser las dificultades (pesadillas) para la construcción de puentes! No había sido tan fácil…
Hay un testimonio muy potente, muy elocuente, sobre el poder de los ríos de la Amazonía. Lo brinda el primer conquistador español que dejó anotada su navegación –la primera registrada en la historia occidental- del río que ahora conocemos por Madre de Dios. Se trata del adelantado Juan Álvarez Maldonado y su obra titulada Relación verdadera del discurso y suceso de la jornada y descubrimiento que hice desde el año 1567 hasta el de 69, una joya de la historiografía. En la recopilación de documentos que hizo Maurtua, en el marco del juicio de límites entre Bolivia y Perú, en el tomo sexto, pueden leerse las vicisitudes del pobre Maldonado, lidiando con el río de marras, aparte de las emboscadas que le tendían, una tras otra, las huestes Toromonas del gran cacique Tarano.
Aquí va su crónica: tras haber dejado los caballos “con harta lástima”, las tropas invasoras de Maldonado, surcan las aguas del Amarumayu, en varias balsas y canoas. Trece días después de la partida del lugar donde se despidieron de sus equinos, una balsa se pierde y otra es arrebatada por la corriente. En esta última, iba el propio Maldonado, que se hunde con otras personas, y “toda la ropa, municiones, armas y comida”. Todos daban por ahogado al jefe, “más Dios piadosamente lo sacó debajo del profundo del río”. Tres soldados no tuvieron la misma suerte. Todos quedaron tan espantados que los sobrevivientes “no querían ni aun ver el rio” y deseaban volver de inmediato al Cusco. El grupo se había dividido: unos habían desembarcado en una isla; otros, Maldonado entre ellos, “en tierra firme”. Desmoralizados, angustiados, para colmo, empezó a llover, a llover como llueve en la Amazonía: “la tempestad era tal que cada uno procuraba solamente salvar la vida”. Maldonado, trataba de no perder la calma, y junto a ocho de los suyos que “salieron medio ahogados”, estaba pensando (así lo anotó) en cómo rescatar a los que se quedaron en la isla, en medio del vendaval…
Aquí viene el final apoteósico, colosal, deslumbrante de la narración histórica que semeja un remake de una escena de La Tempestad de William Shakespeare. De repente, como si toda la fuerza de los elementos se hubieran conjugado, anotó Maldonado que “creció el río furiosamente y comió la barranca adonde estaba el Gobernador y los demás, de manera que les fue forzoso meterse la tierra adentro huyendo, porque el río salió tanto de madre, que abría la tierra y llevaba la montaña…”. El drama prosigue, es cinematográfico: “al cabo de rato, pensando que estaban seguros, de nuevo se hallaban anegados de la creciente, y así toda aquella noche se fueron metiendo la tierra adentro, huyendo del río”. Es imposible no reconocer la belleza expresiva del lenguaje del español, que retrata a la perfección una lucha imposible: la del hombre frente a la naturaleza. Ya lo dijeron los Kuná del istmo: la naturaleza no perdona nunca. Al día siguiente, tuvo que venir Dios a socorrerlos, para que “el rio bajase algo”, pudieran encontrarse los dos grupos, y para celebrar que seguían vivos comer unos palmitos amargos, quejándose de ello porque no hallaban otra cosa.
Este relato que extracté refiere una de las temidas avulsiones del río, de la cual hablan los finlandeses. Es parte de la historia del río que también es nuestra historia, y como todo recuerdo del pasado, atesora un mensaje que debiésemos intentar despejar. Digo: ahora los nuevos conquistadores del espacio amazónico, no van en balsa, ni son –reconozcámoslo, nobleza obliga- tan valientes como estos tipos que se lanzaban corriente abajo en el ya lejano siglo XVI.
Ahora, los nuevos conquistadores –los ingenieros fracasados de la Odebretch, los burócratas de estado, ellos- vienen con aviones y lanchas, máquinas gigantescas para levantar murallas y cavar pozos, toneladas de cemento y acero, y se traen la comida en camiones refrigerados y el agua en botellitas de plástico, pero aún así, aún con toda esa parafernalia tecnológica e inquietante de la modernidad, el río sigue siendo el mismo, el río bravo, indómito e invencible… ¡el río sigue defendiéndose, el rio sigue sin rendirse!. ¡Mi homenaje, mi ofrenda permanente a sus sagradas aguas! ¡El puente rajado, también en tributo y loa!
Aún no habrá puente sobre el río Madre de Dios. ¡No había sido tan fácil! Los desarrollistas de cualquier pelaje pueden ir a quejarse a Odebrecht. La alegría que me posee, arrecia, me estimula, resiste también.
Río Abajo, 5 de febrero de 2011