Por Atilio A. Boron.- Todos recuerdan aquella frase con la que Bill Clinton desarmó a George Bush padre en la competencia presidencial de 1992. La misma expresión podría utilizarse en el momento actual, cuando muchos piensan, en Brasil y fuera de él, que Obama está de visita en ese país para vender los F-16 fabricados en Estados Unidos, y promover la participación de empresas norteamericanas en la gran expansión futura del negocio petrolero brasileño. También, para asegurar un suministro confiable y previsible para su insaciable demanda de combustibles mediante acuerdos con un país del ámbito hemisférico y menos conflictivo que sus proveedores tradicionales del Medio Oriente o la propia Latinoamérica, entre otros negocios.
Dado lo anterior, hay que preguntarse acerca de los objetivos que persigue la visita de Obama a Brasil. Veamos los datos del contexto: desde la inauguración del gobierno de Dilma Rousseff la Casa Blanca desplegó una enérgica ofensiva tendiente a fortalecer la relación bilateral. El interés se desató ante el recambio presidencial y la esperanzadora señal procedente de Brasilia, cuando la nueva presidenta anunció que estaba reconsiderando la compra de 36 aviones de combate a la firma francesa Dassault que, en su momento, había anunciado el saliente presidente Lula. Este cambio de actitud hizo que los lo-bbistas de las grandes empresas del complejo militar-industrial –es decir, el “gobierno permanente” de los Estados Unidos, con prescindencia del transitorio ocupante de la Casa Blanca– se dejaran caer sobre Brasilia con la esperanza de verse beneficiados con la adjudicación de un primer contrato por 6000 millones de dólares. Pero sería un error creer que sólo la motivación crematística es la que inspira el viaje de Obama.
En realidad, lo que a aquél más le interesa en su calidad de administrador del imperio es avanzar en el control fáctico de la Amazonía. Requisito principal de este proyecto es entorpecer, ya que no puede detener, la creciente coordinación, cooperación e integración política y económica en curso en la región y que tan importantes fueron para hacer naufragar el ALCA en 2005 y frustrar la conspiración secesionista y golpista en Bolivia (2008) y Ecuador (2010). Sorprende, dados estos antecedentes, la indecisión de Rousseff en relación con el reequipamiento de sus fuerzas armadas, porque si finalmente Brasil llegara a cerrar el trato favoreciendo la adquisición de los F-16 en lugar de los Rafale franceses, su país vería seriamente menoscabada su voluntad de reafirmar su efectiva soberanía sobre la Amazonía. Si tal cosa llegara a ocurrir, es porque la Cancillería brasileña habría pasado por alto el hecho de que en el tablero geopolítico hemisférico Washington tiene dos objetivos estratégicos: el primero, más inmediato, es acabar con el gobierno de Chávez apelando a cualquier expediente. Pero el fundamental es el control de la Amazonía, lugar donde se depositan enormes riquezas que el imperio, en su desorbitada carrera hacia la apropiación excluyente de los recursos naturales del planeta, desea asegurar para sí sin nadie que se entrometa en lo que su clase dominante percibe como su hinterland natural: agua, minerales estratégicos, petróleo, gas, biodiversidad y alimentos. Y, coherente con esta realidad, sería insensato para Brasil apostar a un equipamiento y una tecnología militar que lo colocaría en una situación de subordinación ante quien ostensiblemente le está disputando la posesión efectiva de los inmensos recursos de la Amazonía.
Para disimular sus intenciones Washington ha utilizado un sutil operativo de distracción en el cual Itamaraty cayó como un novato: ofrecer su apoyo para lograr que Brasil obtenga un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Deslumbrados por esa promesa, la Cancillería brasileña y el alto mando militar no percibieron que mientras se entretenían en estériles conversaciones sobre el asunto la Casa Blanca iba instalando sus bases militares hasta rodear completamente la Amazonía. Por eso, pretender reafirmar la soberanía brasileña en esa región apelando a equipos, armamentos y tecnología bélica de Estados Unidos constituye un mayúsculo error, pues la dependencia tecnológica y militar que ello implicaría lo dejaría atado de pies y manos a los designios de la potencia imperial.
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