Por Elmar Altvater.- El cambio climático nos amenaza a todos, aun si en distinta medida. Tenemos que lograr muy pronto, mucho antes de lo que proponen los actuales acuerdos sobre el clima, una reducción de la emisión de gases de efecto invernadero. Y tenemos que lograrlo en unas proporciones que, según todos los pronósticos de consumo de las energías fósiles, parecen casi imposibles. Se precisaría un 50% menos de emisiones de CO2 de aquí al 2050, si queremos mantener la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera por debajo de la frontera crítica de los 550 ppm (partes por millón). ¿Cómo conseguirlo?
Sólo hay cuatro vías.
La primera pasa por un aumento de la eficiencia energética: consumir menos energía fósil por unidad de producto social. En la política energética y climática esa vía se conoce como la “vía real”, pues es la que menos resistencia esperable genera. Porque, tal parece, de un incremento de eficiencia en el uso de energía sólo pueden salir todos ganando.
La segunda vía nos conduce al Sur global. Allí se hallan, primero, elementos de mitigación capaces de capturar CO2, por ejemplo, frondosas selvas. Pero se invertiría en proyectos de muy otro tipo porque, segundo, la protección del clima saldría allí más barata. Los proyectos desarrollados en Asia o en Sudamérica, en contraste con Europa, minimizarían los costes de evitación de las emisiones de CO2. Eso sería, a fin de cuentas, bueno para la protección del clima, porque con el mismo gasto se darían allí mayores reducciones de CO2. Eso piensan los partidarios de esta segunda vía.
La tercera vía procede a separar el CO2 emitido en la combustión, a apresarlo y a almacenarlo en cavidades de la corteza terrestre (Carbon Capturing and Storage, CCS).
Sólo la cuarta vía nos saca del régimen de energías fósiles para llevarnos a un mundo de energías renovables y de estructuras capaces de reducir duraderamente el consumo energético. Las reservas fósiles subsistentes se quedarían en el subsuelo donde ahora están.
Qué vía termine emprendiéndose, es cuestión que concierne al ámbito de las decisiones políticas. Éstas pueden apuntar a sistemas de estímulo y motivación, a preceptos y prohibiciones, pero también a la ilustración y la educación política. En el acuerdo de Kyoto ha dominado sobre todo el sistema de estímulos de mercado.
El mercado, ¿tu auxilio, tu amigo? Es paradójico que la política climática internacional pretenda desde hace cerca de una década limitar las emisiones a la atmósfera de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero alzaprimando el instrumento del mercado. Pues no existe nada semejante a un mercado de CO2. El CO2 no tiene ningún valor de uso capaz de satisfacer necesidades; al contrario, es dañino. Tampoco puede transformarse en una mercancía comerciable. El CO2 no tiene un valor que pudiera expresarse como precio de mercado. Al contrario: se trata de un disvalor del que todo el mundo querría librarse lo antes posible, si fuera tan fácil hacerlo. Se diría, así pues, que lo natural es represar las emisiones de CO2 jurídicamente, con preceptos y prohibiciones legales, con valores máximos y expedientes técnicos, pero no con mecanismos de un mercado que, por lo pronto, no existe.
Pero los instrumentos de mercado aplicados a la protección del clima resultan muy elegantes. Cuadran bien con la imagen del mundo característica de un orden liberal global, conforme al cual el mercado tiene primacía sobre el plan, la economía, sobre la política, y el sector privado, sobre los bienes públicos y el Estado. A su charme han sucumbido también muchos activistas medioambientales, críticos de la globalización y dirigentes de partidos verdes y de izquierda, así como la mayoría de los economistas del medio ambiente. Se dejan, todos, fascinar por la astucia promisoria una idea, y es a saber: que las señales de los precios y los estímulos del beneficio han de disponerse de modo tal, que la persecución de los intereses individuales lleve a un resultado óptimo para todos, óptimo, sí, para la totalidad de los seis mil millones de ciudadanos de la Tierra. En este caso, a una reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero hasta el porcentaje que resulte climático-políticamente necesario; sin prescripciones ni prohibiciones, sin burocracia estatal, con plena libertad de mercado.
El mercado, amigo del clima: cuadra bien con la imagen del mundo dimanante del orden liberal
Mas, puesto que no existe mercado alguno para derechos de polución, tiene que crearse. Hay que convertir en mercancía de comercio algo que no es propiamente comerciable. En el mundo mental neoliberal esto es una categorización artificialmente política que, sin embargo, da a las cosas su verdadera naturaleza, a saber: convertirse en objeto de comercio entre privados. “Hacer” un mercado mediante la “manipulación del contexto”, es desde luego una cosa cargada de supuestos. Es verdad que la atmósfera en la que se depositan los gases de efecto invernadero no está privatizada, y que el CO2 no es en un valor patrimonial privado. Pero lo que se hace es construir políticamente a través del Estado derechos de contaminación de la atmósfera (“allowances”). Esos derechos se conceden entonces a emitentes de CO2, de acuerdo con un plan nacional de asignación: casi gratuitamente, como hasta ahora en la UE, o a cambio de un precio fijado por subasta, como posiblemente ocurra en la UE partir de 2012, si los intereses defendidos por los lobbies no lo impiden. También la escasez de las mercancías cobra un sesgo de artificialidad con los derechos de contaminación: queda políticamente fijada mediante límites máximos de emisiones (“cap”). La charme del “capitalismo verde” deriva de eso y sólo de eso: cada vez está más politizado.
Quienes generan CO2 disponen, pues, de un derecho económico individual a la contaminación de la atmósfera. Poseen una mercancía políticamente certificada con la que pueden comerciar como si se tratara de tocino, de barriles de petróleo, de adornos de navidad o de opciones sobre acciones. Ese modo de resolver problemas arraiga muy profundamente en el sistema social capitalista y en la imagen de la dominación de la naturaleza. Pero los mercados de certificados no funcionan como mercados semanales de aldea, a los que uno no sólo va a comprar y vender ,sino a pasar también un rato agradable de plática y charleta. Tienen alcance global, son generados por legación, están sujetos a la dura competencia global entre los distintos emplazamientos productivos y se ven arrastrados a las maquinaciones e intrigas propias de los mercados financieros y metidos de lleno en las crisis de éstos. Los movimientos de precios en un mercado artificialmente creado como el de los certificados de emisión son erráticos y extremadamente volátiles. El valor de mercado de los certificados no tiene nada que ver con los costes en trabajo y capital, y puesto que no hay costes tangibles, la formación de precios en el mercado de certificados acontece fuera del espacio y del tiempo. En un mercado sin historia, los precios de los certificados oscilan como caña al viento. De aquí que nadie se sorprenda de su volatilidad.
El patrono de los proyectos de solución en términos de mercado es la escuela neoliberal de los derechos de propiedad, que se propone constituir nuevos mercados por la vía de ensanchar el ámbito de los derechos privados a disponer de las cosas. No es el menos importante de sus designios provocar el retroceso del sector público. La naturaleza –en este caso, la atmósfera— es entendida como medio receptor de materiales de desecho y de emisiones. Y como tal, en la economía fundada en los combustibles sólidos, resulta físicamente necesaria. Pueden, entonces, mediante un acto político, crearse derechos de contaminación comercializables para distribuirlos entre un grupo de actores, o gratuitamente o previo pago. Se tiene entonces un “derecho”, titularizado en certificados comercializables, a una determinada cantidad de emisiones. En esto puede haber grandes diferencias tanto en la configuración como en el modo de funcionamiento y en los tipos de efectos.
La artificial categorización del comercio de emisiones es, desde luego, fascinante. Pero la certeza de poder lograr la reducción de la emisión de gases de efecto invernadero con instrumentos basados en el mercado está sembrada de dudas. Porque las experiencias empíricas con el comercio de emisiones (sobre todo, con el sistema europeo del cap-and-trade-system) son decepcionantes. Los instrumentos basados en el mercado tendrían (por la primera de las cuatro antedichas vías) que reducir las emisiones mediante un incremento de la eficiencia en el uso de la energía, y procurar, por la segunda vía –con la contribución del Clean Development Mechanism (CDM) y de la Joint Implementation—, primero, que la protección del clima resulte más barata, y segundo, que se usen los fijadores de carbono para detraer CO2 de la atmósfera. Los proyectos CDM desarrollados hasta ahora son de todo punto insuficientes en ambos puntos.
Si el mecanismo de mercado no resulta confiable, tanto la regulación del medio ambiente como la normativa jurídica son, en cambio, un medio bien probado. Además, por la cuarta vía, hay que hacer de la reestructuración socioecológica orientada a una sociedad solar –menos proclive a servirse de instrumentos de mercado en la medida en que utiliza energías renovables— el objetivo político-ambiental más importante.
El mensaje de esta compilación de artículos es que las cuatro vías son transitables. Pero que es sobre todo la cuarta la que mejor se condice con el objetivo de despedirse del sistema energético fósil y proteger realmente el clima.
Prólogo del libro ¿Comercio de emisiones contra cambio climático? de Elmar Altvater y Achim Brunnengräber.
Fuente: Revista Sin Permiso.