1. La ecología política como antiproductivismo
A través de sus críticas al crecimiento, al «economicismo» y a la tecnocracia, los ecologistas van poco a poco asentando las bases de su «descripción analítica de la sociedad» (Dobson, 1997: 23) e hilando su teoría política en contra de un sistema que ha adquirido su lógica propia: el productivismo. Podemos definir el productivismo como un sistema evolutivo y coherente que nace de la interpenetración de tres lógicas principales: la búsqueda prioritaria del crecimiento, la eficacia económica y la racionalidad instrumental que tienen efectos múltiples sobre las estructuras sociales y las vidas cotidianas (Degans, 1984: 17).
En este marco, la búsqueda prioritaria del crecimiento como pilar de los sistemas productivistas es una de las dianas constantes de la ecología política. Ésta se opone al postulado que convierte el crecimiento —caracterizado por un aumento del volumen de la producción y consumo en un periodo dado— en el motor del bienestar y en un objetivo intrínsicamente bueno:
“En el pasado la producción se consideró un beneficio en sí misma. Pero la producción también acarrea costes que sólo recientemente se han hecho visibles. La producción necesariamente merma nuestras reservas finitas de materias primas y energía, mientras que satura la capacidad igualmente limitada de los ecosistemas con los desperdicios que resultan de sus procesos. […] La producción presente sigue creciendo en perjuicio de la producción futura, y en perjuicio de un medio ambiente frágil y cada vez más amenazado. (Georgescu-Roegen, Boulding y Daly, en Riechmann, 1995: 11)”
Al igual que estos autores, podemos recordar que la tozuda realidad hace «que nuestro sistema sea finito» (ibídem). Como planteaba en 1972 el primer informe del Club de Roma, nos arriesgamos a un colapso del sistema mundial debido a los «límites del crecimiento». Dicho de otra manera, el culto de la abundancia no es compatible con la finitud de la «nave Tierra». A pesar de que las corrientes ortodoxas clásicas y neoclásicas consideran el «crecimiento cero» como una herejía contra el progreso, la Tierra tiene unos límites que le impiden soportar un desarrollo económico que destruya la biodiversidad, provoque el cambio climático, agote los recursos naturales, etc., por encima del umbral crítico de regeneración y capacidad de carga del planeta.(1) Por lo tanto, el productivismo se construye como una paradoja entre un crecimiento económico infinito y un planeta finito donde los recursos y las capacidades son por definición limitados.(2) La destrucción de la Tierra y de las bases de la vida se deben entender por tanto como consecuencias de un modelo de producción que exige la sobreacumulación, la maximización de la rentabilidad a corto plazo y la utilización de una técnica que viola los equilibrios ecológicos (Gorz, 1982).
Por otro lado, la lógica de crecimiento extensiva y acumulativa está ligada a la búsqueda prioritaria de la eficiencia económica. Esta lógica busca ante todo la previsión, la mecanización, la racionalización, lo que llama a más división técnica del trabajo, más concentraciones, más jerarquía en el saber y el poder, más institucionalización de todos los aspectos de la vida. Así, si en el sistema productivista «todo se convierte en objeto de competición, de consumo, de institucionalización […], es porque reducimos los seres y las cosas a funciones asignadas, a instrumentos vinculados a un fin concreto» (Degans, 1984: 17). Sin embargo, a juicio de Iván Illich, esta búsqueda de la «racionalidad instrumental» conlleva la transformación de la herramienta en un aparato esclavizante, alienante y contraproducente: al traspasar un umbral, la herramienta pasa de ser servidor a déspota, y las grandes instituciones de nuestras sociedades industriales se convierten en el obstáculo de su propio funcionamiento. Más aún: para el teórico ecologista, la función de estas instituciones es legitimar el control de los seres humanos, su esclavización a los imperativos de la diferencia entre una masa siempre creciente de pobres y una elite cada vez más rica. Ni la enseñanza ni la medicina ni la producción industrial están dadas ya a escala de la «convivencialidad humana» (Villalba, 2007). Es lo que Jacques Ellul, precursor del antiproductivismo, ya plasmaba a través del «système technicien», es decir, la técnica convertida en sistema como especificidad dominante de nuestras sociedades y la principal clave de interpretación de la modernidad: «El ser humano que hoy se sirve de la técnica es de hecho el que la sirve» (Ellul, 1977: 360). Para Gorz, esta crítica de la técnica, fundamento de la ecología política y símbolo de la dominación de los hombres y de la naturaleza, pasa a ser «una dimensión esencial de la ética de la liberación» (2006).
Por otro lado, como lo hemos visto en el apartado anterior y a pesar de contar con fuertes mejoras tecnológicas por unidad producida, el sistema productivista provoca una presión cada vez más elevada sobre los ecosistemas al aumentar el volumen global de recursos naturales requeridos para producción y consumo. Según Latouche, es el “efecto rebote” y se puede definir de la manera siguiente: «las disminuciones del impacto y contaminación por unidad se encuentran sistemáticamente anuladas por la multiplicación del número de unidades vendidas y consumidas». (2008, p. 46). Además, el aumento general de la brecha entre personas pobres y ricas, tanto en los países enriquecidos como empobrecidos, muestra que el crecimiento económico ya no es una condición suficiente para reducir las desigualdades y reforzar la cohesión social. Al revés, las sociedades del crecimiento se ven confrontadas a un problema estructural muy profundo, que Jacskon denomina «el dilema del crecimiento» (2011). Por un lado, la carrera al crecimiento —que alimenta el consumo de masas, la destrucción de los ecosistemas, un modo de vida por encima de la capacidad de carga del Planeta, etc.— no es ecológicamente sostenible. Mientras tanto, el decrecimiento económico es inestable —por lo menos en las condiciones actuales— ya que un crecimiento no suficientemente sostenido en una economía cuyo núcleo vital es el crecimiento se llama recesión y termina creando desempleo, pobreza, desigualdad, desconfianza, deuda privada y pública, recesión. Sin embargo, esta fe en el crecimiento como equivalente al bienestar se materializa en la valorización actual de la «riqueza de la nación» a través del producto interior bruto (PIB). El PIB es una herramienta parcial que calcula ante todo el crecimiento cuantitativo de la producción sin que importen las condiciones ecológicas y sociales de dicha producción, el agotamiento de los recursos naturales, el valor del trabajo doméstico o del voluntariado y, en general, del conjunto de las demás riquezas sociales y ecológicas (Marcellesi, 2012). Desde la perspectiva del ecologismo se afirma por tanto la necesidad de una modificación de «las herramientas que los economistas empleaban para medir el éxito y el bienestar económico de una nación» (Carpintero, 1999: 158) y la imprescindible renovación teórica de los conceptos de riqueza, pobreza y valor del siglo xix.(3)
Por último, como lo resume Illich, «la organización de la economía entera hacia la consecución del mejor-estar es el mayor obstáculo al bienestar» (2006). El productivismo como sobrevalorización de la acumulación y la idea de que un aumento de los bienes materiales aumenta la felicidad representa por tanto para los ecologistas una concepción del ser humano peligrosa para su propia supervivencia. En un mundo ecologista, un subsistema no puede regular un sistema que lo engloba (véase la escuela de la bioeconomía: Georgescu-Roegen en los Estados Unidos, José Manuel Naredo y Joan Martínez Alier en España (1991) o René Passet en Francia). Dicho de otra manera, la regulación del sistema vivo no se puede realizar a partir de un nivel de organización inferior como es la economía, que actúa con sus propias finalidades. La economía es parte integrante de la sociedad, ella misma parte de la biosfera. Por lo tanto, el mercado —que no es más que una parte de la economía— no puede imponer su modo de funcionamiento al resto de los niveles. Sólo una organización controlada por finalidades globales tiene legitimidad en un sistema ecologista.
2. La ecología como búsqueda de sentido (… ¡en la próxima entrega!..)
Entregas anteriores:
- La génesis ecologista: de la estética a la supervivencia.
- 1968, nucleares y otros mitos fundacionales del ecologismo.
- ¿Qué es la crisis ecológica?
(*) Se basa en una adaptación y actualización de la publicación Marcellesi, F. (2008): Ecología política: génesis, teoría y praxis de la ideología verde,Bilbao, Bakeaz (Cuadernos Bakeaz, 85).
(1) La capacidad de carga es el nivel de presión provocada por una especie que un medio ambiente puede soportar determinado sin sufrir un impacto negativo significativo o irreversible. Según la fórmula de Ehrlich, el impacto sobre el medio ambiente depende de tres factores principales: la población, la acumulación de riquezas y la tecnología.
(2) Incluso el Informe Brundtland sigue apostando por «una nueva era de crecimiento, un crecimiento vigoroso», y no fija ninguna prioridad entre lo económico, lo social y lo medioambiental, lo que lo ha convertido en una presa fácil para las fuerzas políticas y mercantiles dominantes (de «desarrollo sostenible» hemos pasado a un «crecimiento sostenible» y un sinfín de oxímoron).
(3) Véase por ejemplo José Manuel Naredo, Las raíces económicas del deterioro ecológico y social. Más allá de los dogmas, Madrid, Siglo XXI de España, 2007.
Fuente: http://florentmarcellesi.wordpress.com/2013/02/07/la-ecologia-politica-una-ideologia-global-y-transformadora/
Rebelión