Por Federico Sturzenegger y Sebastián Scheimberg
Es interesante detectar el gen de autodestrucción que llevamos los argentinos en nuestro ADN. Más bien, pareciera que la Pacha Mama, Dios, o a quienquiera que uno le asigne la responsabilidad, nos ponen a prueba arrojándonos nuevas posibilidades de crecer y desarrollarnos a partir de un potencial de recursos naturales inconmensurable. Primero fue la plata de Potosí, luego nuestros pastos y el cuero de nuestro ganado, después la agricultura que explotó con la soja y ahora, nuevamente, el subsuelo.
La Argentina, y en particular la provincia de Neuquén, están montadas sobre un océano de hidrocarburos no convencionales. Hasta ahora se sabe que su explotación requiere la técnica de fractura hidráulica. Existe un gran potencial (el segundo en el mundo después de China). Para explotar este recurso los argentinos enfrentamos tres desafíos. Primero, crear las condiciones de inversión para que estén disponibles el capital y la tecnología para llevar adelante la explotación, ya que YPF apenas si puede arrancar. El segundo desafío es regular adecuadamente la explotación de este recurso de modo de reducir su impacto ambiental. El tercero, que podamos crear un sistema de gestión transparente de estos recursos que permita que su retorno esté disponible para la generación actual y también para las futuras.
En lo que hace al riesgo ambiental de la producción de gas no convencional, hoy el tema más ventilado por algunos sectores políticos en lo que hace a la explotación de estos recursos es una verdad de Perogrullo: no hay actividad económica que no genere un efecto sobre el medio ambiente. Pero la solución no es necesariamente no producir, sino determinar los parámetros ambientales lógicos para llevar adelante la explotación. Si esos parámetros pueden cumplirse, la explotación puede seguir adelante, si no, no. En el caso del gas no convencional, el uso del agua no difiere del que se usa para lo que se conoce actualmente como “recuperación secundaria o asistida”, hoy de amplio uso y que, por motivos desconocidos (o de desconocimiento), no ha sido cuestionado por los mismos sectores políticos que ahora cuestionan la explotación de gas no convencional.
Es cierto que la sociedad ha abusado de la naturaleza. Y recientemente el problema se ha agravado. En los últimos 20 años lo ha hecho particularmente consumiendo carbón mineral, el hidrocarburo que más CO2 produce en su combustión. Estados Unidos y China han liderado ese consumo y el crecimiento exponencial de China ha profundizado este sesgo. En ese contexto, el calentamiento global amenaza con derretir los hielos de Groenlandia dentro del próximo siglo, algo que tendría un efecto importante sobre el nivel de los océanos.
Pero en el último quinquenio la posibilidad de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero (CO2) ha pasado del campo del deseo al de lo posible. Por primera vez en mucho tiempo, con el gas no convencional, el mundo tiene una posibilidad real de mejorar el medio ambiente y no de complicarlo, como se pretende hacer creer. A medida que el gas sustituye al carbón, las emisiones de CO2 en la generación eléctrica se reducen a la mitad por cada unidad de electricidad generada. En Estados Unidos, según la Agencia de Energía, las emisiones de estos gases cayeron un 9% entre 2007 y 2011. El fomento de las energías renovables va en la misma dirección y no debe dejar de ser otra apuesta a mediano plazo, aunque por el momento sigan siendo bastante más costosas y de potencial mucho más limitado que las fuentes fósiles.
Si se regula esta actividad, tenemos por delante una tremenda oportunidad de corregir las leyes petroleras vigentes, en las que unos decretos se contraponen con otras normas de mayor y menor jerarquía. Extrañamente, la única ley petrolera que perdura es la sancionada por el gobierno del general Onganía, como si los argentinos no estuviéramos suficientemente maduros para plantear un debate democrático despojado de consignas y clichés. Para colmo, la ley de soberanía hidrocarburífera y su decreto reglamentario de hace un año prácticamente han quedado caducos por la sanción del decreto 929 de hace pocos días.
Las medidas incongruentes y oscilantes del Gobierno en materia energética se enmarcan, a pesar de lo declamado, en un contexto de creciente dependencia externa. Los datos del primer semestre revelan que el déficit energético se ha duplicado: supera los 3200 millones de dólares. Mientras el mundo pone atención a nuestro potencial de gas y petróleo de mediano plazo, teme a un gobierno que fue capaz de confiscar la petrolera más grande del país.
Desde nuestro espacio político invitamos a todos los candidatos que asuman bancas legislativas a comprometerse a dar tratamiento a una ley petrolera nacional que contemple los mecanismos previsibles más apropiados para propiciar la generación y distribución de la renta minera y petrolera, en el marco de un modelo capitalista moderno en donde el Estado regule inteligentemente la renta petrolera y la cuestión ambiental. La clave es transitar por un sendero viable que dé lugar a que la Vaca Muerta se convierta en la anhelada “Vaca Viva”. El riesgo de las posiciones extremas es que el recurso no se explote y, como en la India, la Vaca se vuelva Sagrada.