La oportunidad que le ofrece la desaceleración económica está siendo aprovechada para avanzar en los planes de apoyo a las fuentes alternativas de energía. Una apuesta necesaria, ante el paulatino agotamiento del gas.
Por Raúl Dellatorre
Con evidente especulación electoralista, los referentes energéticos de los partidos y sectores políticos que pasaron por el poder en los últimos 25 años, hoy ubicados en la vereda de la oposición, han intentado responsabilizar al Gobierno por la falta de inversiones en hidrocarburos. Cargan, en ese sentido, contra “políticas intervencionistas” que estarían “desalentando la inversión de riesgo privada”. Lo notable es que esos analistas partidarios se desentiendan de que la inversión viene en baja ya a lo largo de sus respectivas gestiones. El problema, en este caso al menos, no es encontrar más o menos culpas de cada uno, sino el peligro de errar en el diagnóstico.
El modelo de gestión privada de la energía de la década menemista, pese a que ofreció condiciones “a piacere” del capital privado, no logró impulsar la inversión, como ahora vuelven a reclamar los privatistas. Con la caída de la convertibilidad dejó en evidencia que se trataba de “un modelo agotado”. Tanto en las áreas “reguladas” de distribución de gas y generación y distribución eléctrica, como en la de libre mercado de los hidrocarburos y combustibles. Cuando el país ingresó en un período de rápido crecimiento, a partir de 2003, la oferta energética entró en crisis.
Bajo la concepción vigente hasta el 2001, la política energética dejó de lado al sector nuclear. El proyecto Atucha II se abandonó en 1993, cuando ya el 80 por ciento de la obra civil se había completado. Los proyectos alternativos, como la energía eólica, sólo existían en emprendimientos experimentales y con respaldo filantrópico. Mientras tanto, el abastecimiento energético seguía dependiendo, y cada vez más, del gas, pese a lo cual durante los ‘90 se permitió la construcción privada de un puñado importante de gasoductos para su exportación.
El cuadro de situación energética del año 2003-2004 mostraba un modelo agotado, una crisis estructural de la matriz energética por dependencia de un recurso en vías de extinción, ausencia de inversiones en el sector eléctrico con marcado riesgo para el abastecimiento (transmisión y distribución); producción y refinación de petróleo declinantes. A ello se agregaría, en los años siguientes, un acelerado crecimiento del consumo.
El modelo de gestión del sector energético sufrió, desde entonces, diversos tropiezos, por cambios sucesivos en la política que buscaron adecuarse a una realidad no del todo aprehendida. Sin embargo, con habilidad de piloto de tormentas y sin un modelo ortodoxo ni explícito, el ministro de Planificación logró sortear el peligro de blackout (apagón) que parecía venírsele encima una o dos veces por año. Ahora puede abrirse una etapa diferente. Si el crecimiento de la demanda se desacelera, las centrales térmicas e hidroeléctricas en construcción pueden alcanzar para cubrir las necesidades de la demanda. Y podría ser el momento de acelerar los planes de mediano plazo para intentar ir hacia una nueva matriz energética.
La capacidad de Bolivia de cumplir el compromiso de inyectar más gas al sistema energético argentino es muy limitada. El Gasoducto del Nordeste, si se hace, tendrá un diámetro menor al originalmente previsto y su misión será abastecer a provincias que hoy no tienen gas, pero no más de eso: no aportará al área metropolitana de alto consumo.
No se piensa en grandes centrales hidroeléctricas, pero sí en emprendimientos que hagan un aporte secundario al sistema eléctrico, como el inaugurado en la última semana en San Juan (represa Caracoles). En carpeta están Punta Negra, en la misma provincia, Portezuelo del Viento y Los Blancos (Mendoza), Chihuido I y II (Neuquén) y Cóndor Cliff-Barrancosa (Santa Cruz), estos dos últimos con una potencia instalada conjunta de 1740 M. Así como la etapa final de Yacyretá, para ampliar su capacidad de generación.
Las propuestas más audaces, sin embargo, pasan por energía nuclear y alternativas, fundamentalmente eólica. Entusiasmada con el clima de fervor con el que fue recibida en Lima, Zárate, donde se erige Atucha I y también se asentará Atucha II, Cristina Fernández aceptó esta semana el desafío que le lanzó el titular de la empresa contratista y subió la apuesta: habrá Atucha III y también un reactor argentino. Si se concreta, Argentina retomaría la carrera nuclear y abriría una nueva perspectiva al programa energético.
Quizá sorprenda que se apueste a tanto en plena crisis. Pero, por las condiciones de amesetamiento de la demanda, puede resultar el momento justo.
Fuente: Página/12