El final de la era del petróleo barato

Luis Roca Jusmet
Rebelión
Jordi Roca Jusmet, catedrático de Teoría Económica de la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona, ha participado en el libro recientemente publicado El final de la era del petróleo barato (Icaria editorial). Entre sus trabajos destaca un libro de referencia, en colaboración con Joan Martinez Alier, titulado Economía ecológica y política ambiental (Fondo de Cultura Económica). Ha participado activamente en la organización de las jornadas de economía crítica que se celebran bianualmente desde 1987.
 
Has participado en la elaboración de un libro titulado “El final de la era del petróleo barato”. ¿Final del petróleo barato o final del petróleo ?
El fin del petróleo barato (The end of cheap oil) es el título de un importante artículo aparecido en 1998 en la revista Scientific American. En aquel momento el precio del petróleo estaba en niveles bajísimos pero, a pesar de ello, los autores (Campbell y Laherrere) advertían que estábamos (como aún estamos) viviendo como si el petróleo abundante y fácilmente accesible fuese inacabable, cuando en realidad la etapa del uso masivo de combustibles fósiles –y en especial del petróleo, la fuente de energía hoy dominante- debe considerarse excepcional desde el punto de vista histórico. En los años 1950s, Hubbert previó que hacia el año 1970 la extracción en los Estados Unidos comenzaría su declive… ¡y acertó!; la creciente dependencia de los EEUU de la importación del llamado oro negro no sólo es resultado de una demanda creciente sino también de una extracción interna cada vez menor. Para los seguidores de Hubbert, a nivel mundial se dará –y posiblemente bastante pronto- un declive similar sin que desde luego se pueda dar a nivel global la respuesta que dio EEUU, es decir, traerlo de fuera.
Tienes razón en que lo importante en perspectiva histórica no es tanto si el petróleo será más o menos caro, sino su mayor o menor disponibilidad en términos físicos y en cierta forma podemos decir que, dada la escasez física del recurso, el encarecimiento del petróleo no es tanto el problema en sí como parte de la solución: no hay nada tan efectivo para incentivar la reducción del uso de un recurso como su encarecimiento; si el petróleo es barato los próximos años –lo que no es probable pero tampoco imposible- aumentará nuestra adicción a su consumo y, más tarde, el inevitable ajuste será previsiblemente más traumático.
Por otro lado, lo del agotamiento físico del petróleo hay que matizarlo y ello tiene que ver con los costes económicos. El petróleo nunca se acabará porque no todo el petróleo es económicamente (ni energéticamente) rentable de extraer. Los depósitos de petróleo se explotan y al cabo de un tiempo cada vez fluye menos petróleo y se abandonan cuando aún queda un porcentaje importante por extraer. Además, no todo el petróleo es igualmente accesible: hay depósitos de petróleo que se encuentran en el mar a grandes distancias de la costa y elevadas profundidades y hay también lo que se llama el “petróleo no convencional” cómo las arenas bituminosas que son tierras impregnadas de petróleo que se puede separar con elevados costes económicos, energéticos y ambientales removiendo muchísimas toneladas de materiales por cada tonelada de petróleo obtenido. Hay incluso las probables reservas de petróleo del Ártico que paradójicamente se espera que se podrán explotar por el deshielo debido al cambio climático. Todo esto añade complejidad al tema de las reservas de petróleo: no todo el petróleo es igual de forma que si estimamos –lo que, insisto, tiene muchas incertidumbres- que hemos extraído más o menos la mitad del “pastel”, la otra mitad, la que queda, será en general más cara y problemática de extraer.
¿La crisis del modelo basado en el petróleo la consideras positiva o negativa?
Si lo vemos desde el punto de vista ambiental, y en especial de las emisiones de gases de efecto invernadero, el aspecto positivo es que la limitación de reservas de petróleo exigirá –queramos o no- reducir su utilización y pasar a otras fuentes energéticas (y esperemos a un menor dispendio energético). Sin embargo, también aumentarán las presiones para utilizar más y más carbón cuyas reservas son más abundantes –y mucho menos concentradas geográficamente que las de petróleo y gas natural- pero cuyas emisiones de CO2 (y también otros impactos ambientales) por unidad de energía son mucho mayores. De hecho, como tendencia el uso del carbón no ha hecho más que aumentar a nivel mundial y los últimos años crece incluso más que el del petróleo. Es muy improbable que China o India renuncien a utilizar más y más carbón, especialmente si el precio del petróleo se dispara. Ello plantea un escenario de elevado riesgo en términos de cambio climático… aunque dada la creciente conciencia sobre el problema también debemos tener alguna esperanza de que en el futuro puedan producirse acuerdos mundiales ambiciosos y de carácter realmente mundial. Los años próximos, en los que se discutirá qué hacer cuando ya no esté vigente el protocolo de Kyoto, serán claves.
¿Hay alternativas a los combustibles fósiles?
Hay energías renovables tecnológicamente probadas y que si no se han desarrollado más es principalmente por la falta de apoyo suficiente. Es el caso de la energía solar para agua caliente y calefacción que en nuestro país podría tener un desarrollo mucho más grande, aunque afortunadamente se le ha dado un apoyo legal importante con la nueva normativa que obliga a su instalación en nuevas construcciones (como ya existía desde hace años en algunos municipios como Barcelona cuyo ayuntamiento fue pionero en el tema). Lo más prometedor para el futuro es probablemente la energía fotovoltaica que obtiene electricidad directamente a partir de la energía solar; esta energía actualmente es carísima pero los costes se han reducido y es de esperar que lo hagan mucho más a medida que crezca la producción acumulada. La energía eólica ya es hoy en muchos casos competitiva económicamente pero sólo puede aprovecharse en determinados lugares y ha generado muchas críticas incluso por ciertos grupos ecologistas por su impacto ambiental (en el paisaje, acústico, sobre las aves,…) que, aunque tienen algún fundamento, en general parecen muy exageradas si tenemos en cuenta que lo que no se produce con energías renovables se produce con térmicas de combustibles fósiles o nucleares; la oposición ha sido particularmente virulenta en Cataluña, que lamentablemente es una de las comunidades autónomas con menos aprovechamiento de la energía eólica.
Las grandes compañías energéticas ya están invirtiendo en ellas pero no debe pensarse –como suelen decir quienes creen que hay unos poderes que lo controlan y planifican todo- que todo está listo para un cambio rápido y que éste sólo se retrasa por intereses económicos. Yo creo que quien piensa que se puede sustituir de forma fácil la actual (y creciente) dependencia de los combustibles fósiles está muy equivocado y más bien veo un futuro con mucha incertidumbre y conflictos. A veces se presentan ideas confusas como que el hidrógeno es una fuente energética abundante e inagotable; el hecho es que el hidrógeno como tal no se encuentra en la naturaleza y se ha de obtener –por ejemplo, a partir del agua mediante electricidad para separarlo del oxígeno- a partir de otras fuentes energéticas. Obtener hidrógeno para el transporte puede ser una idea interesante pero si pensamos en mantener nuestro modelo basado en el coche la cuestión es saber de donde saldrán las ingentes cantidades de energía necesarias para obtener el hidrógeno necesario.
¿Y la biomasa?
La biomasa es otro caso que puede llevar a engaño por otros motivos. Lo importante es a qué escala estamos pensando en utilizarla y cuáles son los costes asociados. Una cosa es el aprovechamiento de algunos residuos agrarios o forestales o de aceites utilizados para obtener energía. Otra cosa muy diferente –que es la que está en discusión- es el cultivo masivo de productos destinados a obtener energía (o más precisamente energía no alimentaria, lo que se conoce como energía exosomática) como supuesta alternativa al petróleo. Aquí se plantean varias cuestiones. Una es que si hacemos bien las cuentas la contribución de dichos cultivos a la disponibilidad de energía es mucho menor de lo que parece porque se ha de descontar toda la energía que, directa e indirectamente, es necesaria para obtenerlos, transformarlos y distribuirlos; ello depende del tipo de producto y de las técnicas utilizadas (no es lo mismo la caña de azúcar cultivada en Brasil que el maíz en EEUU); incluso en casos muy extremos podría darse el caso absurdo de que la energía requerida igualase o superase a la obtenida de los cultivos. Otra cuestión clave es que los requerimientos de tierra necesarios para sustituir una parte significativa del petróleo que hoy utilizamos en el transporte serían enormes (en el caso de la Unión Europea ello sin duda llevaría a importaciones masivas de agrocarburantes); dicho de forma sintética: en la mayoría de los casos la cantidad de tierra necesaria para “alimentar” un coche es mucho mayor que la necesaria para alimentar una persona o, visto al revés, el coste de oportunidad de dedicar recursos a cultivos destinados a hacer funcionar un coche es dejar de alimentar a muchas personas.
¿Nos quedan las centrales nucleares ?
Personalmente soy decididamente antinuclear y creo que la historia de la energía nuclear es básicamente la de un fracaso. Se desarrolló muy ligada a la industria militar y siempre gozando de grandes ventajas de tipo económico por parte de los Estados que asumieron gran parte de los costes económicos y que crearon un marco legal en el que en caso de accidente la responsabilidad de las empresas para responder a los daños es muy limitada. Cuando empezó el uso de la energía nuclear para obtener electricidad se decía que los costes se reducirían radicalmente (¡se llegó a decir que en el futuro sería tan barata la electricidad que no haría falta ni cobrar la factura!); que los accidentes graves eran estadísticamente casi imposibles y que se encontraría una solución a los residuos nucleares de larga duración. Todas estas promesas han fallado: los costes económicos se han disparado; se han vivido accidentes graves como los de Harrisburg en 1979 (EEUU) y en Chernóbil en 1986 (Ucrania) y multitud de problemas que proliferan en todos lados, como hace pocos meses en Ascó y Vandellós (en Cataluña) donde se demostró además la irresponsabilidad de la industria nuclear intentando ocultar los problemas. Tampoco se ha encontrado ninguna solución al problema de los residuos…y a todo ello hemos de añadir la inquietud por posibles acciones terroristas y por la proliferación de armamento nuclear. Si queremos un mundo más seguro y democrático, creo que una de las prioridades es ir prescindiendo de una forma programada de la energía nuclear. En cualquier caso, la realidad es que la energía nuclear está estancada desde hace muchos años; actualmente funcionan en el mundo 435 reactores nucleares que aportan más o menos un 15% de toda la electricidad mundial y, aunque es verdad que hay importantes proyectos en algunos lugares del mundo como China e India, lo previsible es que en los próximos años pase lo que ya está pasando: que se cierren más centrales nucleares que las que se inauguran a pesar de los esfuerzos para prolongar la vida de las existentes para mantener los beneficios una vez ya amortizadas las inversiones. Además, si hubiese un gran aumento de la energía nuclear (como algunos plantean) la demanda de uranio apto para las centrales –un material muy escaso- podría llevar pronto a problemas de agotamiento del recurso.
¿Qué es lo que propones desde una visión ecologista y de izquierdas?
Yo creo que desde una perspectiva de izquierdas la primera cuestión a destacar es la enorme injusticia en el acceso a los recursos naturales y en la distribución de los daños ambientales. Sólo hace falta pensar que la inmensa mayoría de la población no tiene acceso a los bienes industriales tan cotidianos para nosotros, no dispone de coche y desde luego no ha ido nunca en avión. Sin embargo, la pérdida irreversible de recursos afecta a toda la humanidad y los costes asociados a su explotación afectan especialmente a las poblaciones pobres. Pensemos, por ejemplo, en la devastación que en muchos lugares del mundo –de África, de América Latina,…- comporta la extracción de petróleo gracias a la cual las compañías multinacionales y algunas minorías corruptas de dichos territorios extraen grandes beneficios mientras que la mayoría de la población sólo soporta los costes, siendo para ellos una maldición disponer de recursos tan valiosos económicamente… o pensemos en la exportación de residuos tóxicos hacia países como India. En el caso del cambio climático la asimetría también es clara: las emisiones per cápita son incomparablemente mayores en los países ricos mientras que los problemas son globales y muy previsiblemente están afectando –y afectarán en el futuro- sobre todo a poblaciones pobres con menos recursos económicos, sanitarios y organizativos para hacer frente a estos problemas. Todo ello ha llevado a un interesante debate sobre la deuda ecológica de los países ricos respecto a los pobres que se ha popularizado con la cuestión ¿quién debe a quien?.
En mi opinión la principal guía para el pensamiento de izquierdas debería ser pensar en qué consumos y estilos de vida son generalizables y cuales no. Uno puede pretender –y luchar por ello- que todo el mundo tenga acceso a una alimentación suficiente y a agua potable, que todos los niños deben recibir una educación básica y que el acceso a una atención sanitaria también debe ser universal… todo ello no es tarea fácil y puede parecer hoy utópico por la desigualdad existente pero las barreras para realizarlo son sociales, son las que fijan que unos (los que tienen dinero) tienen acceso a los recursos y otros no. Una vida digna para todos es posible, aunque desde luego no debe olvidarse que incluso para la alimentación los recursos son limitados y la cantidad de población humana que se puede alimentar es limitada (aunque mucho mayor con dietas con poca carne que con dietas muy carnívoras). La cuestión demográfica es importante y cuanto antes deje de crecer la población mundial mejor para el presente y el futuro de la humanidad. En cualquier caso podemos pensar que es posible una vida digna para toda la población actual y futura. En contraste, no creo que pueda pensarse razonablemente en generalizar a nivel mundial el uso del coche que tenemos en los países ricos ni, más en general, el elevado consumo energético y de materiales que nos caracteriza: aquí la prioridad ha de ser hacia el cambio de estilos de vida, para disminuir el agotamiento de recursos y la degradación ambiental y para dejar espacio para que los más pobres utilicen más energía y materiales.
¿Qué opinas de la propuesta del decrecimiento?
La propuesta me despierta reacciones un poco ambivalentes. Por un lado, una gran simpatía porque el solo hecho de que un movimiento social cuestione el objetivo del crecimiento económico, que comparten la derecha y el grueso de la izquierda, ya es positivo por el debate generado. Las bases del movimiento son profundas y acertadas. Por un lado, la idea de que sin una cierta moderación en el consumo (sin preguntarnos ¿cuánto es bastante?) es absurdo hablar de sostenibilidad. Por otro lado, el convencimiento de que, superados determinados niveles de consumo, el creciente nivel de renta per cápita no parece traducirse en una mayor proporción de personas que se sienten felices: el tema es muy polémico pero entre otras cosas parece que, satisfechas las necesidades básicas, lo que más importa no es el consumo absoluto sino el consumo relativo (o posicional que decía ya en los años setenta el economista Fred Hirsch en su libro Los límites sociales al crecimiento) respecto a los demás de forma que la carrera consumista se saldaría siempre con frustración para gran parte de la población .
Sin embargo, la propuesta del decrecimiento es algo confusa. La cuestión es ¿“decrecimiento de qué”? ¿Debemos insistir en la necesidad de disminuir el consumo energético y de materiales por parte de los países ricos? Totalmente de acuerdo ¿Es bueno que la actividad económica tal como la medimos disminuya? Esto ya no tiene una respuesta unívoca.
Lo que es fundamental es dejar de considerar el crecimiento de magnitudes como el Producto Interior como guía de si las cosas van bien o van mal. El Producto Interior, simplificando un poco las cosas, podemos decir que suma el valor monetario de todos los bienes y servicios que se venden en los mercados más el coste monetario de proveer los bienes y servicios pagados por las administraciones públicos. En consecuencia, lo productivo según esta definición es lo que cuesta dinero: los gastos en armamento o en policía son productivos porque cuestan dinero pero en cambio el cuidado de los niños o de las personas mayores no lo es si se realiza en el ámbito doméstico sin remuneración monetaria. Por tanto, el Producto Interior, que hoy mide el éxito económico, es un indicador que mide cosas muy heterogéneas, que deja de lado todo aquello que no tiene que ver con gastos monetarios y que no informa sobre todos los costes sociales y ambientales asociados a las actividades económicas.
Si decrece la compra y uso de coches o se utilizan bienes más duraderos lo habremos de celebrar desde el punto de vista ambiental y ello en principio disminuirá el Producto Interior (aunque podría compensarse por la mayor provisión de servicios de transporte público o por el mayor gasto en reparaciones e incluso hay quien ha hablado de “keynesianismo ambiental” para referirse a la inversión masiva en la reconversión ecológica de la economía). Pero también es verdad que si el Estado pone más impuestos y financia más servicios públicos el Producto Interior probablemente aumentará gracias a este gasto social; en cambio, el Producto Interior disminuirá si se promociona que las mujeres estén en casa y cuiden a los niños y ancianos (¡ya que pasarán a considerarse población inactiva y sus actividades serán improductivas desde el punto de vista de la contabilidad nacional!). Por otro lado, el decrecimiento del Producto Interior en una sociedad capitalista tenderá a asociarse a desempleo pero también podría asociarse a menores jornadas laborales.
Resumiendo, el Producto Interior puede crecer por buenas o malas razones tanto desde el punto ambiental como social y lo que debemos discutir es qué actividades económicas deben promoverse y cuales desincentivarse para lo cual el poder político –incluso en una sociedad capitalista- tiene muchos instrumentos de intervención. El objetivo es la felicidad de las personas –y especialmente que todo el mundo tenga satisfechas las necesidades básicas- sin hipotecar la satisfacción de las necesidades de otras poblaciones y de las generaciones futuras. Lo que pase con el Producto Interior debería dejarnos indiferentes.

Como observador directo, ya que eres catalán, de lo que está pasando en Cataluña, ¿crees que, al contrario de lo que parece que está pasando en la política general del Tripartito, hay un cambio radical con respecto a la política ambiental de Convergència i Unió? ¿Cómo valoras más en concreto el cambio como responsable de la Consejería de Medio Ambiente y Vivienda de Salvador Milà a Francesc Baltasar?

No conozco al detalle el conjunto de políticas de la Consejería pero sí he seguido de cerca algunos aspectos y puedo expresar mi impresión general. Cambio radical en política ambiental es una expresión muy fuerte que no me atrevería en absoluto a utilizar y que en cualquier caso es difícil que caracterice a una fuerza heterogénea como es Iniciativa per Catalunya-Verds-Esquerra Unida i Alternativa sobre todo cuando gobierna en coalición con un partido –el socialista- que tiene una visión muy tradicional del crecimiento económico. En cualquier caso, mi impresión es que en una primera etapa, cuando estaba Salvador Milà de consejero, hubo un cambio de orientación muy importante y radical en algunos aspectos, como en la política de gestión del agua, aunque desde el principio hubo también algunas concesiones significativas, como por ejemplo la aceptación de la continuidad de alguna infraestructura viaria que había sido fuertemente cuestionada por las organizaciones ecologistas.
El problema principal es que la política ambiental no se puede hacer sólo desde una consejería sino que ha de impregnar todas las políticas y quizás por ello –lo digo como impresión sin conocimiento directo del tema- Milà era especialmente molesto para algunos, por querer influir sobre áreas que no eran de “su competencia”. La realidad es que no se puede hacer política de agua de forma integral sin intervenir sobre el consumo agrario y afectar a la Consejería de Agricultura; o política ambiental territorial sin intervenir en política urbanística ; o afectar al transporte sin cambiar las prioridades de las inversiones en infraestructuras. Mientras la Consejería de Medio Ambiente veía imprescindible una política respecto al cambio climático, se elaboraba un plan energético (dependiente entonces de la Consejería de Industria; ahora energía depende de Economía) que preveía que en el mejor de los casos las emisiones medias del 2008-2012 superarían en más del 90% las de 1990 en abierta contradicción con los objetivos del protocolo de Kyoto).
Actualmente, creo que se ha perdido en gran parte el impulso inicial y la política de la Consejería no sólo parece mucho menos ambiciosa en los objetivos sino que ha habido también una regresión muy importante en aspectos como transparencia y participación; al menos esta es mi percepción sobre cómo se ha gestionado la difícil situación de la última sequía. Quizás puede hacerse un paralelismo con lo sucedido en los gobiernos españoles de Rodríguez Zapatero en donde el Ministerio de Medio Ambiente, con Cristina Narbona, tuvo también objetivos ambiciosos en gran parte frenados por otros ministerios. Finalmente, los conflictos se han saldado con una menor prioridad a los problemas ambientales lo que se visualizó con la salida de la ministra y la fusión de Medio Ambiente con el Ministerio de Agricultura.
Fuente: Rebelión