El derrame de petroleo en el Golfo de México
Por Luis Castelli.- La imagen es desgarradora. Una fotografía satelital del Golfo de México, que muestra la gigantesca mancha que avanza a la deriva después del hundimiento de la plataforma petrolera Deepwater Horizon hace casi tres meses.
Hay una angustiante atmósfera de amenaza en esa sombra iridiscente que cada día se ensancha más. A mil quinientos metros bajo la superficie del mar se intenta contener un tajo que estuvo despidiendo, por casi noventa días, unos sifonazos de 9,5 millones de litros de petróleo hirviendo, equivalentes a 60.000 barriles diarios.
Penetrar los entretelones del caso no es tarea fácil. En la noche del 20 de abril, luego de una cadena de explosiones de gas, llamaradas de 50 metros de altura devoraron la estructura de la Deepwater Horizon. Aterrados por el clima de asfixia y sin energía eléctrica, varios trabajadores se lanzaron a un mar oscuro y ya viscoso. La plataforma, una de las más sofisticadas del mundo, construida sobre columnas apoyadas en el lecho marino, se hundió dos días más tarde y ocasionó la muerte de once personas, la ruptura del oleoducto instalado en el fondo del mar y el comienzo de una fuga incontenible de petróleo.
Aunque resultaba “perfectamente seguro perforar en el fondo del océano” e “inconcebible” que la válvula de seguridad fallara, algo salió mal. El sistema automático para tapar los pozos en caso de catástrofe, conocido como Blow-Up Preventer (BOP), no funcionó como se esperaba, y el mecanismo llamado “interruptor acústico” tampoco estaba disponible. Este último, obligatorio en países como Noruega o Brasil, pero no en los Estados Unidos, hubiera permitido alertar a la tripulación para que cerrara manualmente el sistema. Pero al parecer, unos años atrás, varias empresas persuadieron al gobierno de Bush-Cheney de que algunas medidas de seguridad aplicables a la perforación en aguas profundas del océano resultaban innecesarias. Así, el Servicio de Administración de Minerales, la oficina del Departamento del Interior de los Estados Unidos encargada de “regular” la industria petrolera, decidió no exigir la instalación de interruptores acústicos porque “tienden a ser muy costosos”. Lo inquietante es que varias noticias señalan que esta oficina habría concedido el permiso de perforación en el pozo hoy accidentado sin verificar que la válvula de seguridad funcionara. Entre otros escándalos, se le imputa también al Servicio el consumo de drogas, alcohol y pornografía por parte de su personal durante las horas de trabajo, y haber aceptado regalos y favores de la industria que -se suponía- debía vigilar.
Podemos definir al hombre por su capacidad para fabricar y utilizar herramientas con un fin determinado, una habilidad que lo distingue de los demás animales. Tal vez por eso nos hemos acostumbrado a vivir bajo la fascinación de la tecnología sin comprender que a menudo no podemos controlarla y que desconocemos la totalidad de sus efectos; en suma, se ha transformado en un peligro para nosotros mismos. Así se llame Chernobyl, Bhopal, Exxon Valdez, Ixtoc o cualquier otra falla que arrase con vidas humanas, hábitats y especies que comparten con nosotros el planeta, hemos comprobado que, paradójicamente, el uso de megaherramientas muchas veces nos acerca a las bestias. Sin embargo, nada nos hace pensar que nuestro mundo está amenazado. No somos conscientes de nuestra fragilidad. Creemos que un error es sólo un problema técnico. Que el riesgo es una metáfora.
Quizá las grandes herramientas nos hagan más salvajes e irracionales. Ya no pescamos con redes, sino que depredamos los mares usando monstruosas aspiradoras. Emitimos colosales cantidades de gases en la atmósfera. Hacemos añicos una hermosa montaña en pos de la explotación minera. El paisaje es un estorbo. Y la belleza, un valor que hemos olvidado.
La dispersión del derrame en el Golfo alcanza hoy las costas de Florida y los humedales. Desestabiliza el hábitat de decenas de miles de especies a la vez que produce grandes pérdidas en las economías de las zonas afectadas. En la profundidad del mar una humareda venenosa, mezcla de petróleo crudo y gas, amenaza a todo el ecosistema. Allí hay vida en peligro: peces, corales de aguas profundas, zooplancton, medusas, tiburones, camarones, cangrejos, tortugas y otras criaturas.
Las primeras observaciones permitieron constatar la presencia de plumas masivas de hidrocarburos de hasta 50 kilómetros de largo por doce de ancho y cientos de metros de espesor. Se trata de un huracán aceitoso a la deriva, con concentraciones de metano que alcanzan 100.000 veces los niveles normales, y que va dejando a su paso una llanura pelada, un horizonte gris y baldío, sin oxígeno, donde las especies marinas no pueden sobrevivir.
Es alarmante el informe preparado por Anatoly Sagalevitch, un científico de renombre mundial que ha liderado varias inmersiones profundas como, por ejemplo, las realizadas al Titanic, el submarino ruso Komsomolets y el acorazado alemán Bismarck. Sagalevitch visitó el sitio del derrame en el Golfo poco después del hundimiento de la plataforma en un vehículo que permite alcanzar una profundidad de hasta 6000 metros. Allí advirtió que el fondo marino se ha fracturado de manera irreparable, situación que nos pone frente a un desastre ecológico de un alcance más allá de toda comprensión a menos que el flujo masivo hacia el océano sea detenido.
Según el especialista, el petróleo que se está vertiendo en el Golfo de México no surge solamente del pozo que observamos en televisión e Internet, sino también de por lo menos otras 18 fracturas de hasta 11 kilómetros de longitud. En este escenario de película de horror, según el experto, existen apenas dos opciones que, de sólo imaginarlas, cortan la respiración: dejar que se seque el pozo (lo que podría tomar unos 30 años y arruinaría el océano Atlántico) o detonarlo mediante una explosión nuclear masiva que haga colapsar el pozo en fuga y tape -o, al menos, contenga de manera sustancial- el flujo de crudo. Las últimas noticias, sin embargo, afirman, con cautela, que la petrolera misma habría logrado contener parcialmente el derrame, aunque aún no existe una certeza sobre la solución definitiva de éste.
Obsesionados por el comercio y el dinero, cabe preguntarnos si realmente somos un hombre moderno y racional con vocación de progreso o si, en cambio, somos un talibán subacuático. La utilización de nuevas tecnologías que no podemos controlar no es un fundamentalismo menor. Por eso no sorprenden la impasividad con que el mundo ha venido contemplando el hecho. Actuamos como testigos afectados por una ingenuidad suicida, como si careciéramos de los elementos que exige la defensa de nuestro planeta, incluso, del espíritu.
La información del caso de Deepwater Horizon saca a la luz que la empresa no sólo consideró remotas las posibilidades de un accidente grave y que carecía de recursos tecnológicos para frenar el vertido. Revela también la existencia de un intenso lobby , que impidió la aplicación de normas de seguridad más estrictas. Varios hechos llevan el perfume de la corrupción.
En materia ambiental, y desde una perspectiva global, los impactos se aprecian mucho tiempo después de haber ocurrido los hechos generadores, como una bala que se percibiera recién muchos años después de haberse disparado. Una contaminación como la provocada por Deepwater Horizon lesiona el derecho de la humanidad a la preservación del planeta. Y esto lleva a preguntarnos por la posibilidad de formular un reclamo que tiene cualquier Estado o persona, más allá de aquellos que sufrieron los daños directos del accidente.
Tragedias como la del Golfo hacen pensar en la necesidad urgente de contar con nuevos y más minuciosos procesos de aprobación de los proyectos cuya escala pueda afectar el planeta en su totalidad. No sólo para que no se deprede un recurso valioso, sino para evitar que se ponga en peligro nuestra subsistencia. En megaemprendimientos de esta clase, el proponente y el Estado tienen un interés especial en su realización. Pero en un marco de escasa transparencia y sin un adecuado proceso de participación pública, el proyecto los convierte en dos partes que defienden un mismo interés. Así, el Estado que debe aprobar y controlar la ejecución de la obra deja de lado la prevención de riesgos inaceptables para el bienestar general actual y de las próximas generaciones.
Acaso el accidente de Deepwater Horizon constituya una prueba irrefutable de que el progreso descontrolado nos llevará no sólo a perder el estilo de vida que pretendemos, sino a destrozar nuestro planeta.
Si existe una oportunidad para el hombre es la de reflexionar sobre la posibilidad de emplear su conocimiento y poder para desarrollar tecnologías que sean aptas para el ambiente y una vida saludable, no para una vida adaptada a situaciones miserables, como ocurre con quienes viven en aquellas ciudades de China donde los días diáfanos fueron abolidos por la contaminación del aire.
No podemos simplemente ordenar que las especies sobrevivan a la hecatombe del hábitat. Ni que el mar no se convierta en un espacio desolado, yermo. Tampoco, que las generaciones futuras sobrevivan en un mundo empobrecido biológicamente.
El mar es vida, pero puede ocurrir que cualquier día de éstos leamos que se muere el mar y nos resulte indiferente, como si le pasara a otro planeta, a otro mundo. No al nuestro, ni al de nuestros hijos. Debemos luchar contra esa indiferencia. Daría lugar a una situación alarmante, porque como afirman Santiago Kovadloff y Alfredo Lichter en su “Manifiesto por la vida del mar”, todos los océanos son un solo océano, y también el hombre y la Tierra son un solo ser. El destino de uno es el del otro. La gracia de la Tierra ha sido también la gracia del hombre. De igual modo, la desgracia de la Tierra y su agonía son nuestra desgracia y agonía.
* El autor es director ejecutivo de la fundación Naturaleza para el Futuro
La Nación