Pozo a pozo por la Patagonia y Bolivia
Por Marc Gavaldà.- El 8 de junio de 2004 nació mi hija Aymara. Tanto esas primeras tiernas semanas de paternidad novata, como los meses anteriores y posteriores al nacimiento me planteé seriamente el porqué de traer una nueva vida al planeta. ¿Qué planeta? Esa pelota mineral cubierta de una delgada capa de seres vivos y envuelta en una atmósfera en degradación . Miles de millones de ciudadanos urbanos circulando en autos por superficies cubiertas de asfalto, tierra estéril que nunca más producirá comida ni oxígeno. Millones de toneladas de dióxido de carbono arrojadas diariamente al cielo, acompañadas de metales pesados, óxidos nitrosos y compuestos cancerígenos. Un planeta, en definitiva, absorbido por una lógica letal del mercado, dependiente en extremo al consumo infinito de combustibles fósiles.
Pero traté de contarle a mi bebé las partes bonitas del asunto. Le mostré los cerezos sacudiendo sus hojas plateadas, el olor que desprenden las tomateras cuando las riegas en las calurosas tardes de verano o el canto de algunos de los pájaros que conviven en la finca okupada donde vivimos colectivamente autogestionando nuestra energía y alimento.
Aún así, de poco sirve encerrarse en una burbuja si el exterior muere arrastrado por la lógica destructiva de perseguir ganancias a toda costa, empujando el planeta a un ecocidio. Me hubiera gustado que mi hija enseñara a mis nietos la graciosa postura del jucumari, el oso bandera de las selvas del pie de monte andino. O que aprendiera a manejar el tacú o mortero de madera que usan los yurakarés para moler la yuca en los ríos del Chapare. Pero sus hábitats se degradan por la presencia de unas petroleras que penetrarán en la selva hasta sacar el último barril.
Sin ir más lejos, quisiera que mi hija cruce un día el valle del río Llobregat y todavía vea alguna higuera, algún campito de alcachofas,o un payés recogiendo cañas para enderezar sus berenjenas. Todo está siendo arrasado por superficies de asfalto y cemento, autovías y polígonos industriales.
Sí. Por un momento, nos dimos cuenta de que la satisfactoria tranquilidad del campesino no nos garantiza que los especuladores bursátiles vayan cada mañana a sus oficinas hambrientos de divisas. Que el sistema necesita ingerir más recursos, quemar más combustibles y atropellar más poblaciones para satisfacer a un consumidor cada día más atrapado en la petrodependencia.
Había que dejar la huerta en barbecho y subir a un avión que nos cargaría nuestra mochila ecológica de las emisiones de CO2 de todo un año. Pero la determinación estaba tomada. Recorreríamos miles de kilómetros durante doce año para caminar por los recónditos lugares donde Repsol saca el negro combustible. Para conocer a las personas afectadas y que no tienen voz pública porque las cortinas publicitarias impiden dejar ver lo que esconde la marca. Para trascender, en definitiva, la posición pasiva del consumidor e interactuar con el afectado de nuestros consumos cotidianos. Repsolandia, un país que no existe en los mapas pero sí en la tierra, nos estaba esperando.
Octubre de 2004 lo pasamos en las Islas Canarias. Iniciamos una gira de presentación transatlántica del libro La Recolonización. Repsol en América Latina: invasión y resistencias.
Recorremos cuatro islas conociendo el germen de la naciente campaña ciudadana “Canarias dice no a Repsol”.
En noviembre de 2005, volamos a la Argentina. Imprimimos la segunda edición del libro y recorremos el país de punta a punta. A través de las presentaciones conocemos y compartimos con movimientos urbanos y rurales que se oponen a las actividades de lo que los gauchos consideran la principal vampira de su economía. En la Patagonia, los mapuches nos abren las puertas de su Puelmapu, ahí donde la resistencia no es retórica sino vital, en un paisaje hostil plagado de pozos petroleros.
En abril de 2005, llegamos a Bolivia. Aymara aprende a caminar entre bloqueos y marchas por la nacionalización de los hidrocarburos. Estamos en la segunda Guerra del Gas. Al borde del abismo nacional, hay un recambio de presidentes y las petroleras ganan tiempo. Repsol inicia el contraataque. Empiezan las amenazas petroleras para enjuiciar al país. Pero un acontecimiento inesperado revierte los banquillos de un hipotético juicio: Repsol quema a dos pescadores en una laguna cercana al Pozo Surubí D. En Cochabamba se inicia una campaña para abrir un proceso penal contra Repsol-YPF por homicidio.
Los mapas son delgados trazos de tinta en un papel. Sobre el terreno, la realidad es distinta. Un puñado de dólares y un contrato firmado en una época corrupta otorgan a las transnacionales petroleras un poder insospechado. Acompáñenme a Repsolandia, un país gobernado por un difuso entramado de especuladores con oficinas en Madrid y Nueva York.
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Ediciones Tierra Amiga, 2006