Entrevista a Eduardo Gudynas, secretario ejecutivo del Centro Latino Americano de Ecología Social
Por Nuria del Viso (Boletín Ecos).- Eduardo Gudynas es secretario ejecutivo del Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES), en Uruguay, actividad que combina con la docencia en numerosas universidades latinoamericanas, europeas y estadounidenses. Es autor de más de diez libros y numerosos artículos académicos y capítulos en libros, y en 2010 fue seleccionado para integrarse en el Panel Inter Gubernamental de Cambio Climático. Vinculado al trabajo de distintas redes y organizaciones ciudadanas, destaca como uno de los principales pensadores en cuestiones ecosociales. En esta entrevista centra su análisis en el extractivismo y las transiciones a modelos alternativos de desarrollo.
– Has analizado en profundidad el modelo extractivista y sus limitaciones. ¿Podrías hacer un breve diagnóstico de este modelo y explicar las razones por las que necesitamos trascenderlo? O dicho de otra forma, de no revisar el modelo, ¿hacia dónde vamos?
– Nosotros usamos el concepto de extractivismo en un sentido acotado y que responde en cierta medida a una herencia histórica. Recordemos que en las últimas décadas se habla de “industrias extractivas” al referirse especialmente a la minería. Allí está nuestro punto de partida y desde allí definimos el extractivismo como una extracción de grandes volúmenes de recursos naturales con altos impactos sociales y ambientales y que están esencialmente orientados a los mercados globales. Bajo esta concepción, no todas las extracciones de recursos naturales son una forma de “extractivismo”, sino que abordamos un conjunto específico, tanto por su volumen como por su orientación exportadora. Bajo esta idea son extractivistas no solo muchas explotaciones mineras y petroleras, sino también otras actividades de alto impacto y globalizadas, como los monocultivos de soja o la cría de camarones, e incluso bajo ciertas condiciones lo puede ser el turismo.
Esta particular manera de entender las cosas se explica debido a que ese tipo de actividades depende esencialmente de los mercados globales. La masiva extracción de recursos no sirve necesariamente a las demandas o consumo de los latinoamericanos, sino que se envían a otros continentes. Bajo esta particular mirada, el extractivismo es un componente más de la globalización contemporánea.
América Latina sufre un extractivismo que se intensifica, que se amplía a nuevas regiones, por ejemplo, penetrando más profundamente en el continente y, por lo tanto, se multiplican los efectos negativos, tanto sociales como ambientales. Es un estilo evidentemente insustentable. Si se sigue este camino nos encontraremos que algunos recursos se agotarán, quedarán los efectos ambientales a lo largo de varias generaciones y los pretendidos beneficios económicos se disiparán rápidamente. Por lo tanto, cualquier discusión sobre modelos al desarrollo debe debatir simultáneamente las alternativas al extractivismo.
– El extractivismo –esto es, el expolio de recursos naturales– está posibilitando un rápido crecimiento económico en América Latina. Este modelo no es nuevo en el continente, pero sí lo es el hecho de que también ha sido adoptado por los gobiernos de izquierda latinoamericanos, que legitiman esta vía a través de la financiación de programas sociales, lo que los ancla en una economía de enclave. ¿Qué oportunidades están perdiendo estos gobiernos con tal curso de acción?
– Es cierto. A diferencia de Europa, especialmente en América del Sur se vive una bonanza económica evidente. El país que menos ha crecido en el último año es Brasil, y los demás presentan cifras elevadas. Las exportaciones siguen subiendo, el ingreso de inversiones es muy intenso e incluso hay países como Uruguay, que registran pleno empleo o incluso déficits para algunos rubros. No hay crisis, por lo menos, en el sentido europeo, como manifestación de una debacle económica y financiera que arrastra el empleo y obliga a programas ortodoxos de ajuste. Un componente importante para explicar esta situación es el alto precio de las materias primas y la demanda global sostenida, y ello alimenta el extractivismo. Algunos países, como Colombia, se han mantenido en un extractivismo clásico, donde el protagonismo está en las grandes empresas internacionales. Otros países, en este caso los de la nueva izquierda o progresismo, están ensayando un mayor control estatal sobre algunos sectores extractivos, incluyendo una mayor captación de renta o dejándolo en manos de sus propias empresas nacionales. Pero la cuestión clave es que mantienen esencialmente el mismo modo de una intensa extracción de recursos naturales para exportarlos. Es muy claro que ese curso de acciones está generando creciente disconformidad ciudadana, incluso protestas en algunas zonas y en ciertos países. Entonces, la base política de esos gobiernos se desgasta. Pero también pierden la oportunidad de aprovechar esta buena coyuntura para reducir su extractivismo, rebajar su dependencia de la globalización y usar los enormes recursos financieros ahora disponibles para embarcarse en otras opciones de desarrollo.
– ¿Qué supondría para estos gobiernos incorporar las ideas de equidad y justicia en cuestiones socioecológicas?
– El extractivismo, incluso el progresista, genera claras tensiones y contradicciones con las ideas de justicia, tanto social como ambiental. El aceptar la contaminación de una comunidad o desplazar poblaciones tan sólo para implantar una minera viola buena parte de las ideas clásicas de la justicia, incluso aquellas de la propia izquierda. Es cierto que los gobiernos progresistas replican que ellos defienden la justicia social, de donde ese extractivimo es necesario para conseguir los dineros que se usan en sus planes contra la pobreza. Pero se cae en una política ingenua, donde el extractivismo exportador genera impactos sociales y ambientales que se intentan compensar económicamente, y para lo cual se aumenta todavía más ese mismo extractivismo. Esto es un círculo vicioso.
– En numerosos puntos de América Latina están surgiendo conflictos socioambientales o socioecológicos, algunos de gran relieve, pero muchos de los proyectos cuestionados continúan adelante. Esto revela varios puntos clave: la lectura errónea que muchos hacen de estos conflictos –como “obstáculos a la inversión”–, el fracaso de la pretendida legitimidad del proyecto extractivo y también carencias en nuestros sistemas democráticos. ¿Cómo interpreta los conflictos socioecológicos y la respuesta que se están dando?
– En efecto, el número de conflictos socioambientales alrededor del extractivismo está aumentando, no sólo en países que los han tenido repetidamente en los últimos años, sino que incluso aparecen protestas en otros países donde no eran tan frecuentes. En una reciente revisión hemos encontrado que todos los países sudamericanos, desde el extremo sur de Chile y Argentina a Guyana y Surinam, tienen algún tipo de conflicto social alrededor del extractivismo. La composición de esos conflictos es heterogénea y compleja. En casi todos los casos son expresiones de oposición o resistencia frente al extractivismo, pero hay en algunos casos movilizaciones de apoyo a inversiones mineras o petroleras. Establecidas estas tendencias, también es compleja, y debe manejarse con precaución, la dinámica política de esos conflictos. Es cierto que implican cuestionamientos democráticos sustantivos y deberán revisarse unas cuantas ideas e instrumentos. En algunos casos, las respuestas son sencillas, como puede ser el caso de no aceptar emprendimientos que claramente destruyen la biodiversidad o desplazan comunidades. En otros casos es más complejo, tal como sucede con el ordenamiento territorial, y el balance necesario que debe lograrse entre expectativas locales y necesidades nacionales. El problema es que el Estado y los agrupamientos político partidarios actuales parecen incapaces de manejar estas cuestiones de una manera sana y entonces comienzan a negar la protesta, se burlan de las demandas sociales o ambientales; y cuando eso no les resulta, pasan a atacarla, a veces lateralmente por medio de largas y desgastantes acciones judiciales contra sus líderes o, en otros casos, criminizándolos.
– Para trascender el extractivismo se han propuesto ideas sugerentes: un cambio cultural (revisar creencias), un cambio de enfoque (salirnos del antropocentrismo), una ampliación del foco (reconocer el ineludible vínculo entre lo social y lo ambiental) y un cambio de ética (para primar el valor de uso sobre el valor de cambio). ¿Cuáles serían, en su opinión, las claves de ese tránsito?
– El concepto de postextractivismo tienen todas esas ideas y aspiraciones en su base, pero es también una respuesta de emergencia: no puede seguir soportándose el actual embate en algunas zonas y, por lo tanto, son necesarias alternativas de emergencia. Por ello, el postextractivismo tiene dos componentes: por un lado medidas de respuesta inmediatas, como, por ejemplo, aplicar en serio las medidas sociales y ambientales dentro de cada país; y por otro lado, transformaciones de mayor profundidad. Unas y otras son necesarias. El postextractivismo, al menos en la forma en que viene siendo manejado desde Claes, es un proceso de transiciones sucesivas, continuadas, que comienzan con esas medidas de emergencia, pero no se detienen en ellas, y tiene un horizonte de cambio sustancial en los estilos de desarrollo.
– Defiendes que ese tránsito hacia el postextractivismo debe realizarse en forma de transición en fases. ¿Puede explicarlo brevemente? ¿Qué clase de cambio político es necesario para allanar el terreno hacia esas transiciones?
– Esta es una conclusión inevitable de los contextos sociales y políticos actuales. Buena parte de la sociedad sudamericana ha demostrado que puede generar cambios políticos sustanciales y hoy contamos con gobiernos de izquierda, lo que era impensable hace diez años atrás. Se podrán tener muchas críticas hacia esos gobiernos, pero le puedo asegurar que todos ellos, incluso el más moderado, están a la izquierda de varias de las administraciones que ahora se observan en Europa. Estos gobiernos tienen una amplia adhesión social, varios de ellos están en segundos mandatos con gran apoyo electoral. Para buena parte de esa ciudadanía el cambio ya se realizó, y por lo tanto las opciones para nuevos cambios políticos son más limitadas.
Por otro lado, la izquierda se ha insertado en una estrategia de desarrollo entendido como crecimiento y, a su vez, dándole un gran valor al consumo material. El consumismo está en plena explosión en el continente. Y es entendible que para mayorías que estuvieron relegadas, ahora puedan darse lo que consideran sus gustos o sueños, como su propio automóvil, grandes televisores o enormes equipos de audio. Especialmente en la grandes ciudades, el costo ambiental o la destrucción de la naturaleza que sustenta ese tipo de desarrollo aparece como algo lejano, inentendible o innecesario. No olvidemos que sigue vigente la idea de una América Latina enorme, repleta de grandes riquezas ecológicas que deben ser explotadas. Bajo esas condiciones se hace muy difícil incorporar a las mayorías en reducir el consumo material, colocar restricciones al uso de la naturaleza y otras formas de alternativa. Esto tomará su tiempo.
Finalmente, la propia esencia del Buen Vivir descansa en un reclamo de respetar la diversidad de valoraciones y percepciones sobre la naturaleza, la sociedad y la buena vida. Por lo tanto, no puede haber imposiciones autoritarias de ninguna alternativa; todas ellas deben ser construidas democráticamente.
– Si examinamos las alternativas al extractivismo, se observa un sincretismo de nuevas y viejas ideas: conceptos emanados de las cosmovisiones tradicionales de los pueblos originarios, como el sumak kawsay o los derechos de la naturaleza –que defiende, entre otros, Alberto Acosta– junto a propuestas de nuevo cuño, como el decrecimiento que propone Latouche o la autocontención de Jorge Riechmann y Joaquim Sempere. Hay mucho debate tanto en América Latina como en Europa en torno a estos conceptos. ¿Qué ideas te parecen más prometedoras? ¿Hay un diálogo entre los pensadores a ambos lados del océano?
– De nuevo aquí las cuestiones son un poco más complejas de lo que aparece a simple vista. Es cierto que en lo que ahora se llama “buen vivir” hay un sincretismo entre aportes que podría decirse vienen de saberes indígenas y otros que vienen de sectores críticos occidentales. Pero es apropiado hacer unas primeras precisiones: el “buen vivir” toma componentes de tradiciones de los pueblos indígenas, en especial de las formas de entender las comunidades en forma ampliada y de otras valoraciones de la naturaleza. Pero también se toman algunos aportes que se originan en posturas críticas, marginalizadas, secundarias, desde esos márgenes del saber occidental. Hay dos de ellas que son muy claras: la ecología profunda y el feminismo. Las relaciones entre estos aportes, la forma en que se mezclan, hibridizan y condicionan es una peculiaridad claramente sudamericana y, en especial, andina. Allí diría que hay coincidencias, por ejemplo, con el trabajo de Riechmann, las críticas al desarrollo de José María Tortosa o muchos de los cuestionamientos que hace Carlos Taibo, quienes son leídos en el sur. Pero no veo similitudes o encuentros fáciles de sostener entre el Buen Vivir y el decrecimiento, especialmente en las formulaciones de Serge Latouche.
– ¿Por qué no?
– Es que el decrecimiento sigue siendo una reacción al “crecimiento” y el Buen Vivir se desacopla, se desentiende del crecimiento o el decrecimiento. Las propuestas más prácticas de Latouche de un decrecimiento resultan totalmente insuficientes para el contexto latinoamericano. Son, por ejemplo, muy débiles en cuestiones ambientales, no reconocen los derechos de la naturaleza, se preocupan mucho por cuestiones casi instrumentales como sus “r”, de reutilizar, redistribuir, reducir, etc. Tampoco es una propuesta intercultural: acepta que el sur debe hacer su propio decrecimiento, pero no ha avanzado en cómo dialogar con esas otras culturas. A mi modo de ver, el decrecimiento es un movimiento entendible en los países industrializados, con altos niveles de opulencia, pero no puede ser el objetivo o meta de una alternativa al desarrollo. En nuestras propuestas el decrecimiento, en vez de ser una meta, es una consecuencia de otros cambios más profundos. En América del Sur habrá sectores que deberán decrecer, por ejemplo, en el consumo suntuario, pero otros deberán crecer, como es el caso de infraestructura en escuelas o centros de salud.
– ¿Es posible mejorar el modelo extractivista con reformas parciales, como abogan los ideólogos del “desarrollo sostenible” y de la “economía verde”? ¿Constituyen auténticas alternativas de obligado paso para trascender el extractivismo?
– Depende del sentido de la palabra que le demos a “mejorar”. Si “mejorar” es solo hacer una campaña de publicidad para sostener un emprendimiento contaminante, eso claramente es indefendible. Pero si mejorar es, por ejemplo, poner filtros para evitar la contaminación del agua, eso es necesario, y más aún, es urgente. Entiendo que eso dejará disconforme a más de uno en Europa y en varias capitales sudamericanas, pero hay muchas comunidades locales que necesitan respuestas cuanto antes. Es lo que se viene llamando “extractivismo sensato”; no es una solución final, sino que son respuestas para atender demandas sociales, salvar ecosistemas amenazados e iniciar cambios económicos de mayor alcance.
La cuestión está en que debe entenderse que esas mejoras no son soluciones finales, sino reformas de urgencia. Y también debe entenderse que solo es posible aceptar aquellas reformas que brinden oportunidades para seguir avanzando en nuevas y más profundas transformaciones. Eso explica que, a mi modo de ver, reformas, como buenas medidas de control de la calidad ambiental, sean útiles, pero otras reformas, como la venta en dinero de servicios económicos, sean negativas y deben ser desestimadas. Las primeras brindan soluciones para lidiar con la urgencia, sirven para internalizar algunos impactos ambientales y permiten seguir avanzando. Las segundas me estancan en una mercantilización de la naturaleza. En este segundo caso está la “economía verde”, que no tiene mucho de verde, sino que aparece como una respuesta para retomar el crecimiento económico.
– La crisis económica y los recortes sociales en Europa, por un lado, y los graves impactos sociales y ecológicos en los países extractivistas, por otro, ¿pueden interpretarse como señales de alarma de que el actual modelo está en quiebra? En este sentido, este giro copernicano que supone abandonar el extractivismo –o reducirlo sensiblemente–, ¿dejará sin base al capitalismo?
– No tengo dudas que estamos en un momento de crisis. Lo que debe entenderse es que el capitalismo es un proceso que navega en las crisis. Es más, aprende de ellas y se reformula. Eso obliga a ser muy precavidos con asumir que esa estrategia está en crisis en el sentido de estar al borde de un colapso. Pero a su vez, esa propia dinámica de crisis tiene un costo social y ambiental enorme, y en algunos casos se acumulan fuerzas de resistencia y reclamo que permiten hacer un giro, un cambio.
En nuestras percepciones en América del Sur y en la marcha actual de las discusiones está quedando en claro que las alternativas al desarrollo están más allá del capitalismo, pero también del socialismo. Justamente aquí aparece la potencialidad de los aportes de los saberes indígenas sobre el Buen Vivir porque ellos dan ese empuje necesario para poder ver más allá de la modernidad occidental. Bajo esta mirada, el extractivismo, en el sentido dado al inicio de esta entrevista, como masiva apropiación de la naturaleza ligada a la globalización, debe desaparecer. Esto no quiere decir tener una naturaleza intocada, sino que se deberán aprovechar los recursos, pero solamente aquellos realmente necesarios e indispensables para asegurar la calidad de vida. Sin duda, es un futuro más austero.
Rebelión