La Contraloría General presenta segundo informe sobre minería
Una investigación compara los índices de calidad de vida entre los municipios mineros, los “no mineros” y los productores de coca.
Por Carolina Gutiérrez Torres
El capítulo minero en la historia de Colombia está quedando consignado en una profunda investigación liderada por la Contraloría General. Hoy se presenta el segundo volumen de este estudio detallado, que pretende responderle al país cuál es el precio que está pagando por la extracción de minerales e hidrocarburos.
En palabras de la contralora Sandra Morelli, esta investigación deja en evidencia la debilidad con la que el Estado está afrontando el auge minero, la laxitud de las autoridades en la exigencia de mitigar los impactos sociales y ambientales, la huella de la minería “no legal” y los efectos en la salud de estas actividades.
El siguiente es apenas uno de los informes que contiene el libro Minería en Colombia. Institucionalidad y territorio, paradojas y conflictos, que estuvo liderado por el economista Luis Jorge Garay, y en el que participaron diez investigadores más, entre abogados, economistas, químicos, ingenieros y geólogos.
“La maldición de los recursos naturales”
Dos economistas hicieron una especie de experimento para responderse una pregunta: ¿Qué diferencias existen en la calidad de vida entre una persona que habita un municipio productor de minerales (carbón, oro y níquel) o hidrocarburos, una que vive en un municipio con una economía sólida pero que no está basada en actividades extractivas y una que pertenezca a un municipio con alta presencia de cultivos ilícitos, considerados, además, “los más conflictivos del país”?
Los investigadores (Guillermo Rudas, magíster en Economía Ambiental, y Jorge Enrique Espitia, magíster en Políticas Públicas y Hacienda) partieron de una premisa sencilla: si el sector de minería e hidrocarburos tiene hoy una posición de liderazgo en el Producto Interno Bruto y en las exportaciones, y ha generado millones de regalías que durante más de 15 años debieron destinarse a la inversión en las regiones productoras, ¿cuál es la contraprestación que están recibiendo quienes habitan esas zonas? ¿Cuáles son sus condiciones sociales, ambientales, educativas y de salud, en comparación con quienes habitan el resto del país? ¿Por lo menos viven mejor que en los pueblos cocaleros, que por años han sido tachados como un ejemplo de “desarrollo económico negativo”?
Los resultados —confiesa Rudas— los sorprendieron: casi en todos los aspectos analizados, los municipios productores de minerales (especialmente de carbón) resultaron ser peores que los de los pueblos con presencia de cultivos ilícitos. Los sorprendieron —explica Rudas— porque a pesar de que varios estudios ya han demostrado que las condiciones sociales y ambientales de los pobladores de las regiones mineras del país son inversas a las riquezas que genera esta industria, se había partido de la tesis de que la calidad de vida de un habitante de un pueblo cocalero estaba en el último escalafón.
Pero no fue así. Rudas y Espitia demostraron —con cifras— que viven en mayor pobreza, en mayor ignorancia, con más necesidades básicas insatisfechas, en un medio ambiente más deteriorado, con un servicio de salud más deficiente, los habitantes de los municipios mineros que aquellos que viven en los lugares “donde se concentra una de las actividades mas nocivas para el desarrollo: los cultivos de uso ilícitos”.
“En los municipios del Cesar y La Guajira, que llevan más de 20 años explotando carbón en gran escala, y en los de Córdoba, que se deberían estar beneficiando por la explotación de níquel durante tres décadas, las condiciones de vida de la población, el desempeño de las instituciones municipales y las condiciones del medio ambiente dejan mucho que desear”, dice Rudas.
La metodología
Los dos economistas agruparon los municipios que iban a analizar, así: tomaron los siete departamentos (de los 33 del país) que concentran la producción tanto de hidrocarburos como de minerales (ver infografía), los mismos que durante años se vieron beneficiados con las regalías, y los compararon con los principales productores de cocaína y con otros pueblos que están totalmente desligados de la minería y el petróleo.
Una primera conclusión: “a pesar de haber recibido la mayor parte de las regalías, la calidad de vida de la población no sólo no mejoró, sino que, en la mayoría de los casos, vio consolidar su franco retraso en contraste con otras regiones del país”.
Estos son otros resultados: en el Cesar y La Guajira, donde se localiza la principal extracción minera del país, la población pobre es del 91% y 89%, respectivamente (según el último censo de 2005); cifras que les dan el título a estos dos departamentos de los peores lugares para vivir. En el resto de municipios mineros (productores de oro y níquel) la pobreza promedio es del 74%, en los petroleros del 65% y en aquellos que no realizan actividades extractivas, del 43%.
En lo ambiental, las regiones productoras de níquel y carbón a gran escala presentaron los escenarios más lamentables. Entre 2000 y 2007 el país perdió bosques naturales a una tasa promedio de cinco hectáreas al año por cada mil hectáreas de bosque; en los municipios de Córdoba que reciben regalías por explotación de níquel, esa cifra se elevó a 75 hectáreas anuales por cada mil hectáreas de bosque, en el Cesar es de 46 hectáreas y en La Guajira de 45.
Al medir la salud, los municipios no mineros ni petroleros también se quedaron con los mejores resultados. Mientras en ellos la tasa de mortalidad infantil para 2011 era de 12 defunciones por cada mil nacidos vivos, en los municipios que explotan oro (sin contar los antioqueños) ese número llega a 40 y les da a estas regiones el título de las más enfermas. Luego están los productores de carbón en La Guajira y el Cesar, con 34 y 33 defunciones por cada mil nacidos vivos, respectivamente.
En educación éstos últimos tampoco pasan la prueba: “aunque en algunos casos tengan coberturas de educación básica y media muy elevadas (como en el Cesar), presentan resultados significativamente inferiores en las pruebas que miden la calidad en contraste con los demás municipios”. El peor indicador está en La Guajira: los registros de 2005 señalan que el 27% de la población es analfabeta; en el resto de municipios esa cifra es del 17%.
Si se tratara de una competencia de calidad de vida, las regiones en las que no se extraen ni minerales ni hidrocarburos llevarían la delantera. Luego estarían las petroleras, que según el estudio “tienden a comportarse de manera mejor, o al menos no significativamente peor, que el conjunto de la muestra”. La siguiente casilla la ocuparían las productoras de oro y níquel. En el penúltimo puesto se ubicarían las cocaleras y en el último, indestronables, las productoras de carbón a gran escala.
“Este análisis parte del supuesto de que el crecimiento económico, es decir, la generación de riqueza, no es condición suficiente para garantizar un desarrollo integral”, reza el informe. Más adelante señala que “la población de los municipios donde, por mas de dos décadas, se vienen explotando los recursos mineros del país, vive una gran tragedia: conviven con una actividad generadora de riqueza que es apropiada por los propietarios de las empresas mineras, con muy baja participación de los trabajadores de estas empresas y con indicadores de pobreza y de falta de oportunidades. Y concluye: “en síntesis, en las zonas donde se concentra la actividad minera, la población sobrevive soportando los efectos de lo que los especialistas han denominado la maldición de los recursos naturales”.
Primer informe: daños ambientales
La primera entrega, revelada en mayo del año pasado, presentó los graves —e irreversibles— efectos ambientales que produce la minería a gran escala. La lamentable radiografía contenía datos como estos: la extracción de un gramo de oro implica el uso de hasta 1.060 litros de agua, mientras en la producción de la misma cantidad de arroz, papa o leche se requieren menos de dos litros. Un proyecto carbonífero a gran escala genera en un año 70 veces más residuos que los producidos por ciudades como Bogotá o Buenos Aires en el mismo período (unas dos millones de toneladas).
La contralora Sandra Morelli reconoce que ese primer libro “generó polémica y reacciones altisonantes, sobre todo por parte de gremios mineros”, pero una vez revisado por la propia Contraloría y otros actores del sector, se encontró que “no contenía los supuestos errores reprochados ni el sesgo endilgado”.