Bajo las arenas bituminosas de Alberta

A fuerza de regalos fiscales, ausencia de regulación y laxitud medioambiental, los conservadores en el poder en Alberta, Canadá, transformaron el norte de la provincia en un supermercado de petróleo sucio en provecho de las multinacionales y de su vecino estadounidense. Se sacrifica el bosque boreal y a las primeras naciones de la región

Emmanuel Raoul
Le Monde Diplomatique
Una sola “ruta de hielo”, abierta de mediados de diciembre a mediados de marzo, atraviesa cinco ríos congelados y conduce a Fort Chipewyan, 700 kilómetros al norte de Edmonton, la capital de Alberta. Salvo en invierno, para llegar a esta provincia del oeste de Canadá hay que hacer el trayecto en avioneta. El establecimiento del comercio de pieles “Fort Chip”, fundado en 1788, fue la primera colonia británica en Alberta. A pesar de su insuperable vista sobre el lago de Athabasca y sus islas boscosas, el único hotel del lugar está en venta desde hace años, ya que el turismo nunca levantó el vuelo. Los periodistas que vienen hasta aquí rara vez lo hacen por la belleza o el interés histórico del lugar, sino más bien por la alarmante tasa de cánceres: 30% superior al promedio provincial (1). Para muchos, el sospechoso número uno se encuentra 230 kilómetros río arriba, ahí donde el río Athabasca serpentea en medio de inmensas minas a cielo abierto y 130 km2 de piletas de decantación de la industria petrolera.
En efecto, aquí tiene lugar la mayor fiebre del oro negro de la era moderna: más de 170.000 millones de barriles –es decir, la segunda reserva mundial– se hallan sepultados en el bosque boreal, sobre una superficie equivalente a la cuarta parte de Francia. La extracción y transformación de esas arenas bituminosas (2) requieren cantidades impúdicas de agua –cinco barriles por cada uno de petróleo– y producen daños irreparables en el medio ambiente.
“Hace cincuenta años, si morían una o dos personas de la comunidad al año, era mucho. En 2009, sólo en el mes de abril, enterramos a siete. ¿Qué está pasando aquí?” Mientras raspa unos boletos de lotería, Alec Bruno agrega, fatalista: “De aquí a unas décadas, no veo qué quedará para las generaciones jóvenes. Somos un pueblo que vive de la tierra y todo eso está desapareciendo”. Guarda los billetes; el premio gordo será para otra vez. Este “anciano” de los amerindios Chipewyan Athabasca (3) participa, sin ilusiones, en los comités instaurados por las compañías petroleras: “¡Ya tienen las autorizaciones antes de venir a vernos! No podemos detenerlas; apenas intentamos hacerles modificar sus prácticas para limitar los daños al medio ambiente y minimizar los riesgos para nosotros, que vivimos río abajo”.
Hace unos diez años, los habitantes de Fort Chipewyan empezaron a pescar peces deformes con gusto a petróleo. Luego el médico del lugar afrontó varios casos de un cáncer raro de las vías biliares, cuya incidencia normal es de 1 por 100.000. Pero aquí no hay más que un millar de habitantes. En la primavera de 2006, el doctor John O’Connor cuestionó públicamente la responsabilidad de la industria petrolera en el asunto. No le fue bien. La administración federal Salud Canadá lo demandó por su “actitud no profesional” causante de “una inquietud injustificada”. Herido por estos ataques, abandonó la región en 2007.
A principios de 2009, tras años de negación, las instituciones sanitarias de Alberta reconocieron una elevada tasa de cáncer, pero suavizaron estos resultados “basados en un número reducido de casos (51 observados sobre 39 esperados)” y concluyeron: “No hay motivos para alarmarse” (4). El estudio no se pronunció sobre el origen de la enfermedad, debida tal vez “al azar, a una mejor detección, o a cambios en el modo de vida o el entorno”. El doctor O’Connor recibió una disculpa oficial y regresó a la región en noviembre de 2009: “Yo había logrado mi objetivo de atraer la atención que ‘Fort Chip’ reclamaba hacía años. No digo que las arenas bituminosas sean la causa de los cánceres, sino que planteo la pregunta”.
Como los cánceres son plurifactoriales, es casi imposible determinar una causa única. “Se trata más bien de preguntarse si los niveles de toxinas en el aire, el agua, los peces y los animales son lo suficientemente altos como para impactar en la salud”, explica el doctor Kevin Timoney. Cuando la comunidad de “Fort Chip” le encargó estudiar la contaminación, encontró entre 10 y 50 veces más mercurio que lo normal en algunos peces, y bastante más hidrocarburos río abajo de las minas que río arriba (5).
Una industria letal
Las autoridades se aferran a un argumento: la presencia de hidrocarburos y mercurio en el río es de origen natural, ya que las arenas bituminosas afloran en los bancos en algunas partes. Esto fue lo que se propuso verificar un equipo de renombrados investigadores. El 6 de diciembre de 2009, acudieron a Fort Chipewyan para dar a conocer sus conclusiones: a causa de sus emanaciones de compuestos aromáticos policíclicos (CAP) (6) hacia la atmósfera, ¡la industria causa el equivalente a una marea negra por año (7)! En un radio de 50 kilómetros alrededor de las plantas de valorización –donde el bitumen es extraído de la arena y luego transformado en petróleo pesado, etapa obligatoria antes de la refinación–, se encuentra bitumen puro en la nieve. En el Athabasca y sus afluentes, la concentración de CAP es de 10 a 50 veces superior a la normal, lo que podría explicar las malformaciones de los peces. Se recomendó a las mujeres embarazadas y a los niños no comer pescado más de una vez por semana. Pero la alimentación amerindia tradicional está basada en la caza y la pesca.
“Estas formas raras de cáncer son como una guerra bacteriológica –apunta Mike Mercredi, con un gorro con la efigie del Che en la cabeza–. Al permitir que la enfermedad mate a mi pueblo, se practica una especie de genocidio.” En la pared, un afiche clama su credo: “We resist colonization” (“Nosotros resistimos la colonización”). Desde que terminó el secundario, Mercredi trabajó en las minas, manejando los camiones más grandes del mundo por 5.000 dólares canadienses (3.500 euros) mensuales (8). “Cuando perdí a mi tía, mi tío, y luego a un amigo de 27 años a causa de cáncer, me dije: ‘¡Lo que los mata es tu trabajo!’. Bajé de mi camión y renuncié.” En febrero de 2007, lo contrató su tribu Athabasca Chipewyan: “La idea era que un día no iba a haber más vida posible aquí. Entonces yo debía recoger el saber tradicional de los ancianos para mostrar a las futuras generaciones cómo era la vida antes del desarrollo industrial. Luego me dije: ‘¿Qué hacer para impedir la destrucción de mi pueblo y de esta tierra? ¡La explotación de las arenas bituminosas debe parar!’”. Desde ese momento, Mercredi machaca con ese mensaje en conferencias por todo el país.
Él provee la voz, pero su tribu optó por la Ley, demandando a Alberta por el arriendo de tierras que rodean a un cementerio tradicional. “El gobierno tiene el deber de consultarnos, así lo establece la jurisprudencia –explica John Rigney, administrador de la tribu– (9). Nuestra denuncia fue rechazada, pero apelamos, y estamos dispuestos a llegar a la Corte Suprema. Esto será una batalla sagrada. Como David contra Goliat, tenemos tan poco dinero…”
Nada que no se pueda comprar
Con sus miles de millones de dólares, y el apoyo provincial y federal, la industria petrolera parece intocable. Para comprar la paz social, algunas compañías reparten algunas migajas de sus colosales ganancias: por ejemplo, Syncrude puso 500.000 dólares para el equipamiento del centro para la juventud. En noviembre de 2009, la compañía invitó a los Chipewyan a una cena de Navidad en el salón de fiestas. El ex jefe Archie Cyprien defiende a los generosos donantes: “Syncrude hace mucho por la comunidad, con sus subvenciones y la creación de empleos. La industria está allí para quedarse, más vale aprender a convivir con ella”. Al final de la velada, cada familia recibe un pavo, y los niños chocolates. “Éste es el aspecto más agradable de mi trabajo –explica entusiasta Steven Gaudet, de Syncrude–. Es cierto que las primeras naciones (10) tienen distintas actitudes hacia nosotros, pero nosotros las necesitamos y queremos que sus comunidades crezcan con nosotros. Les ofrecemos formación y empleos: entre el 8% y el 10% de nuestros empleados son aborígenes.”
Mercredi, por su parte, realiza una breve visita. Se niega a ser el pato de la boda: “A los dirigentes de Syncrude lo que más les importa es la imagen de la empresa; saben muy bien el mal que hacen y entonces, para aliviar su conciencia, le dicen al mundo: este pueblo está en vías de extinción, pero sus habitantes están muy contentos de comer pavos”.
Syncrude dice haber gastado más de 1.200 millones de dólares en la subcontratación de empresas aborígenes desde 1992. El aislado Fort Chipewyan sólo firmó unos pocos contratos con la industria. Pero si remontamos el Athabasca, encontramos a Fort McKay en una situación muy distinta. Con seis minas en un radio de 30 kilómetros, la aldea se encuentra rodeada por esas extensiones lunares de arena gris que reemplazaron bosques y pantanos; lagos artificiales llenos de 720.000.000 m3 de sopa tóxica ofrecen a los pájaros una pausa eterna y empapada en fueloil; las fábricas escupen llamaradas y humo junto a unas colinas amarillas de azufre. El jefe Jim Boucher admite: “Es una decisión difícil, pero intentamos desarrollar la capacidad de la comunidad para extraer el máximo de ventajas de estas posibilidades”.
Fort McKay Group of Companies, consorcio 100% aborigen, produjo una cifra de negocios de 85 millones de dólares en 2007, proveyendo diversos servicios a la industria. También firmó una sociedad con Shell para explotar conjuntamente 33 km2 de arenas bituminosas. Los habitantes están acostumbrados a los procedimientos de evacuación y al olor a petróleo en el aire. El jefe elogia los beneficios de estas actividades: una tasa de desempleo inferior al 5%, una clínica, un centro para la juventud, 170 viviendas nuevas…
Ninguno de los funcionarios responderá nuestros pedidos de entrevista. En cambio, una anciana de Fort McKay, Celina Harpe, nos recibe en su casita, a orillas del Athabasca. A los 71 años, evoca con tristeza un mundo desaparecido: “Toda mi vida bebí el agua de este río. Pero desde que están estas fábricas, ya no se puede. Se ha puesto amarronada y no hace falta ser científico para darse cuenta de que no es buena para beber. Así que tenemos que comprar agua embotellada”. Su marido, Ed Cooper, alias Muskwa –“el oso”, en lengua dené–, agita una botella de cincuenta centilitros: “Cuesta 2 dólares en la tienda más cercana. ¿Caro para ser agua, no?”.
Hace unos años, Harpe interpeló a algunos representantes de Suncor y Syncrude: “Ustedes envenenaron el agua, ¡ahora tienen que dárnosla!”. Su esposo comenta que desde ese momento “nos envían agua gratuitamente dos veces por mes, pero sólo a los ancianos; los demás tienen que pagarla”. La señora Harpe saca los mocasines de cuero de alce y piel de castor que fabrica con sus propias manos. “Soy la última que cose en Fort McKay. Toda nuestra cultura desapareció, nuestro modo de vida tradicional no existe más, se acabó.”
Una ciudad que huele a dinero
Basta hacer 45 kilómetros hacia el sur para descubrir qué sustituyó ese modo de vida. Atestada de pickups y vehículos pesados, la autopista 63 conduce a Fort McMurray. Una vitrina del mundo occidental en pleno bosque boreal: supermercados y centros comerciales, fast-foods y tiendas de bebidas alcohólicas en cada esquina, casino y bares con chicas strippers, abundancia de drogas y de sin techo con aire despavorido. Este antiguo pueblo de tramperos y leñadores, antes apodado “la fábrica de pieles”, se ha convertido en Fort McMoney, con efluvios de petróleo que las cohortes de jóvenes activos huelen a dinero. El número de habitantes se triplicó desde el boom de las arenas bituminosas, pasando de 34.000 en 1994 a 101.000 en 2009.
¿Cómo maneja su mutación la ciudad hongo? “No tan bien”, reconoce sonriente Melissa Blake. Esta intendente electa en 2004 dirige una de las comunas más grandes del mundo, la municipalidad regional de Wood Buffalo: más de 63.000 km2 cubiertos de bosque, repleto de sitios mineros e industriales –una superficie aproximadamente igual a la de Irlanda–. Fort McMurray es la única ciudad. “En términos de infraestructuras, no estábamos preparados para un crecimiento tan brutal.” El crecimiento de la población –8% por año– convirtió al sector inmobiliario en el más caro del país: una casa de cuatro habitaciones vale más de 620.000 dólares. Y más vale no caer enfermo, ¡porque hay 1,7 médicos cada 10.000 habitantes, y uno de emergencias puede recibir hasta 156 pacientes en doce horas (11)!
“Detesto esta ciudad: me fui siete veces, pero siempre vuelvo, porque sólo acá puedo ganar tanto dinero”, confiesa un joven en un bar. Este obrero gana 32 dólares por hora, o sea cuatro veces más que el salario mínimo de su provincia, Columbia Británica. Pero el 98% de los habitantes de Fort McMurray no piensa jubilarse allí (12), por eso no se preocupa mucho por el impacto de la industria petrolera en el medio ambiente o en las primeras naciones.
Varias generaciones de una familia chipewyan comparten unas pizzas y comida china frente a la tele. Todos trabajaron o aún trabajan para la industria petrolera. Una joven recuerda: “Desde la escuela nos preparan para eso: los dibujos para colorear, los juguetes… Es un lavado de cerebros”. “No nos queda otra opción que trabajar para ellos si no queremos ser pobres –cuenta Herman, de 41 años, que fue conductor de máquinas para Suncor, Syncrude y Shell–. Antes cazábamos para vivir, pero ahora me convertí en un ‘Sobeys boy’ (13).” Después de algunos problemas de salud, se dispone a retomar su empleo: “Lo detesto, pero debo regresar; tengo que pagar 1.400 dólares por mes por el terreno de mi caravana”. Todos se expresan con severidad respecto a la tribu de Fort McKay: “La idea del éxito individual corrompió a nuestro pueblo. La industria nos dividió”, lamenta Max.
Una visita al Consejo tribal de Athabasca confirma esta constatación. Este organismo, que reúne a las cinco primeras naciones de la región –alrededor de 5.000 personas–, les da consejos y servicios, pero no tiene poder político, y cada tribu se autogobierna. Su director, Roy Vermillion, se expresa con prudencia respecto a las arenas bituminosas: “Las tribus tienen puntos de vista distintos. Si bien todas se preocupan por el entorno, no tienen las mismas oportunidades según su localización. Su posición es difícil: al igual que la mayoría de los pueblos indígenas, se consideran protectoras de la ‘Madre Naturaleza’, pero al mismo tiempo hay una demanda mundial de petróleo que nuestra región puede satisfacer. Nosotros intentamos lograr un equilibrio”.
Estrategias de supervivencia
En 2003, las cinco primeras naciones establecieron una sociedad con los representantes de la industria y los gobiernos municipales, provincial y federal, para manejar las consecuencias del desarrollo en sus territorios. Fue un fracaso. Vermillion explica que: “Todas las partes estuvieron de acuerdo en… no trabajar juntas, y disolver la sociedad en marzo de 2010. Cada nación participará más directamente a través de las Industry Relation Corporations [IRC]”.
Las IRC, al igual que Tony Boschmann para los Chipewyan Prairie, 130 kilómetros al sur de Fort McMurray, manejan la relación de las tribus con los industriales: “El desarrollo es una bestia enorme imposible de detener. Nuestra tarea consiste en ayudarlos a sobrevivir con ese monstruo para que, en cincuenta años, la primera nación siga ahí, con sus tradiciones preservadas”. El canadiense anglosajón Shannon Crawley, que trabaja con Boschmann, precisa: “Estas comunidades tuvieron que experimentar una revolución industrial de 300 años en muy poco tiempo. El jefe Vern Janvier tuvo sus primeros contactos con el hombre blanco hace 35 años”.
La comunidad está asediada por proyectos petroleros. Las arenas bituminosas son demasiado profundas para ser extraídas a cielo abierto, de manera que se utilizan las técnicas in situ. La más común es el drenaje gravitacional asistido por vapor (Steam Assisted Gravity Drainage – SAGD): se cavan dos pozos paralelos, uno sirve para inyectar vapor a alta presión, que licúa el bitumen, y el otro lo bombea hasta la superficie. “Es un desarrollo duradero”, aseguran sin reír los representantes de la industria petrolera: el SAGD no causa una destrucción tan espectacular como las minas, y utiliza cada vez más agua salobre.
Esta técnica, puesta a punto en Alberta gracias a 55 millones de dólares de subvenciones federales, sigue siendo experimental. En mayo de 2006, en el proyecto Joslyn de la empresa Total, el vapor provocó una explosión en la superficie, proyectando rocas, árboles y bitumen, y dejando un cráter de veinte metros de ancho. “Hay una verdadera falta de conocimiento científico sobre el impacto del SAGD. No sabemos cómo se comunican los estratos en el subsuelo”, se lamenta Boschmann. Al provocar mini-sismos y derrumbamientos del terreno, el SAGD podría contaminar la mayor napa freática de Canadá (14).
Alberta no ha efectuado ningún estudio de impacto de las técnicas in situ, y su ente regulador aprueba el 95% de los proyectos sin evaluar jamás los efectos acumulativos de las actividades mineras. Sin estudios de impacto, más de la mitad de los 140.000 km2 ricos en arenas ya han sido otorgados. Boschmann advierte: “La inversión es muy riesgosa, ya que las primeras naciones tienen derechos, y lucharán para que sean reconocidos”.
Doscientos kilómetros más al sur, los Cri de Beaver Lake se enfrentan a Alberta y Canadá por 16.000 violaciones de sus derechos. Como fruto de los tratados firmados a fines del siglo XIX con la Corona Británica, estos derechos fueron incluidos en la Constitución en 1982. A cambio de la cesión de inmensos territorios, las primeras naciones obtenían la garantía de seguir viviendo perpetuamente allí, de acuerdo a sus tradiciones. Alberta, que no existía como provincia cuando se firmaron, no reconoce los tratados y considera que no tiene el deber de consultar a los amerindios. La industria se encarga de hacerlo, a su manera. Gerald Whitford, administrador de la tribu, señala dos estanterías cargadas de carpetas. “Eso es un sólo proyecto de expansión para una instalación. Nos envían eso y dos días después, nos preguntan por teléfono: ‘¿Alguna pregunta?’ A eso llaman consulta.”
“La última línea de defensa”
El grupo ecologista Pembina Institute, famoso por su trabajo serio y documentado, estima que las primeras naciones y sus quejas son “la última línea de defensa” para preservar la naturaleza. Porque del lado provincial y federal se ha confiado esta función a algunas asociaciones financiadas por la industria y sin ninguna credibilidad a fuerza de informes tranquilizadores. El Regional Aquatic Monitoring Program (RAMP), que supuestamente controla la calidad del agua, es duramente criticado por expertos independientes por su falta de rigor científico; le pasó desapercibida la marea negra anual. Ecologistas y aborígenes terminaron dando un portazo ante la Cumulative Environmental Management Association (CEMA), que debe administrar los efectos acumulativos del desarrollo, a raíz del bloqueo ejercido por la industria que exige unanimidad para toda decisión. Ejemplo de su ineficacia: un grupo de trabajo tardó ocho años en elaborar un plan para preservar hasta un 40% de las tierras de la municipalidad regional de Wood Buffalo. Cuando ésta realizó sus recomendaciones, ¡la mayoría de los terrenos ya habían sido asignados!
La fe ciega en la tecnología y la confianza absoluta en la industria están de moda en Alberta. “Aquí las compañías se autocontrolan –explica Preston McEachern, de la agencia provincial Alberta Environnement– ¡Tienden incluso a sobre-informar los incidentes!” Pero cuando en abril de 2008 murieron 1.600 pájaros en una pileta de decantación de Syncrude, la alarma provino de un informante anónimo. Cuando una nube de dióxido de azufre se abatió sobre Fort McKay, en 2006, el viento tuvo que llevar la pestilencia sobre su población mayoritariamente blanca para que la instalación en cuestión se cerrara; las estaciones de control de calidad del aire no habían notado nada. En cuanto a las fugas tóxicas de los lagos artificiales, nadie es capaz de cuantificarlas. Pero según McEachern, la cifra de 11 millones de litros por día que algunos calculan ¡no significa “casi nada”!
Según el periodista albertano Andrew Nikiforuk, la provincia está regida por “la primera ley de la petro-política”: cuanto más sube el bruto, más se resiente la democracia. Los conservadores, adeptos al lobby gaso-petrolero, reinan sobre Alberta desde hace 39 años. Algunas organizaciones no gubernamentales interpelan al gobierno federal para que finalmente proteja los recursos acuíferos y humanos que de él dependen: del Athabasca se extraen 445.000.000 m3 por año, o sea el equivalente del consumo de una ciudad de tres millones de habitantes (15). ¿La industria paga ese agua? Con aire de asombro, los representantes de Alberta Environnement y de la industria petrolera responden “no”.
En Ottawa, el peor enemigo de los amerindios, Tom Flanagan, asoma detrás del Primer Ministro Stephen Harper (16). Este pensador ultraconservador les cuestiona la denominación de “nativo”, argumentando que ellos son… inmigrantes que precedieron unos miles de años a los europeos. Concluye que sus reivindicaciones territoriales no tienen fundamento, y aboga por la desaparición de los derechos de los aborígenes. Mientras que Canadá no ha firmado la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas, la aplicación de esas tesis destruiría las acciones judiciales de las primeras naciones, a las que Flanagan llega incluso a acusar de amenaza para la industria petrolera y de “ser capaces” de volcarse a la acción violenta junto a ecoterroristas (17).
Notas:
(1) Yiqun Chen, “Cancer Incidence in Fort Chipewyan, Alberta, 1995-2006”, Alberta Cancer Board, Edmonton , febrero de 2009.
(2) Bitumen muy viscoso combinado con esquisto y arena, a partir del cual se produce petróleo. Hasta no hace mucho, era demasiado costoso y complejo explotar esas arenas bituminosas. El alza del precio del oro negro y los cambios tecnológicos las hicieron rentables. Con 1,4 millones de barriles por día, constituyen la mitad de la producción canadiense; en 2025, podría ser el 80%.
(3) Seiscientos Cris Mikisew, doscientos Chipewyan Athabasca (Dené), doscientos mestizos y un centenar de no aborígenes viven en Fort Chipewyan.
(4) Hanneke Brooymans, “ Cancer rates higher in communities near oil sands: Study”, Canwest News Service, Edmonton, 6-2-09.
(5) Kevin Timoney y Peter Lee, “Does the Alberta tar sands industry pollute? The Scientific Evidence”, The Open Conservation Biology Journal, 2009 (www.bentham.org/open/toconsbj).
(6) Familia de compuestos químicos, muchos de ellos cancerígenos.
(7) Erin N. Kelly, Jeffrey W. Short, David W. Schindler, Peter V. Hodson, Mingscheng Ma, Alvin K. Kwan y Barbra L. Fortin, “Oil sands development contributes polycyclic aromatic compounds to the Athabasca River and its tributaries”, Proceedings of the National Academy of Sciences, Washington, 7-12-09.
(8) Todos los montos mencionados están en dólares canadienses.
(9) Los Cris Mikisew cuestionaron un proyecto de ruta sobre su territorio porque no habían sido consultados; en 2000, la Corte Suprema de Canadá les dio la razón.
(10) Término utilizado por los autóctonos de Canadá para designar a los amerindios. 11 Michel Sauvé , “ Canadian dispatches from medical fronts: Fort McMurray”, Canadian Medical Association Journal, Ottawa, 3-7-07.
(12) Andrew Nikiforuk, Tar sands: Dirty oil and the future of a continent, Greystone Books, Vancouver, 2008.
(13) Sobeys es la segunda cadena de supermercados de alimentos del país.
(14) Carolyn Campbell, “In Situ tar sands extraction risks contaminating massive aquifers ” , Wild Land Advocates, Vol. XVI, N° 5, Calgary, octubre de 2008.
(15) Danielle Droitsch, “Watered Down: Overcoming federal inaction on the impact of oil sands development to water resources ”, Water Matters, Calgary, octubre de 2009.
(16) Consejero político de Harper hasta su victoria en 2006, se lo considera su maestro intelectual.
(17) Tom Flanagan, “Resource industries and security. Issues in Northern Alberta”, Canadian Defence and Foreign Affairs Institute, Calgary, junio de 2009.
Traducción: Patricia Minarrieta
Rebelión