Mientras países como Reino Unido y Polonia la apoyan, otros la prohíben. España es favorable a la fractura hidráulica.
Por Elena G. Sevillano | Madrid
La crisis de Ucrania y la amenaza de cortes del suministro de gas por parte de Rusia, de donde procede una tercera parte de todo el que se consume en Europa, han vuelto a poner sobre la mesa el fracking, una controvertida técnica de extracción de hidrocarburos no convencionales que plantea dudas sobre su efecto en el medio ambiente. David Cameron, el primer ministro británico, ha aprovechado para recordar la enorme dependencia energética del gas ruso en Europa. No es el caso de su país, pero aun así le ha servido para volver a afirmar que tiene “el deber” de explorar sus reservas de gas de esquisto. Su Gobierno anunció hace unos meses que el 64% del subsuelo contiene gas extraíble mediante esta técnica. Mientras Reino Unido la abraza, otros socios europeos, como Francia, están frontalmente en contra.
El fracking divide de tal modo a los Estados miembros de la UE que la Comisión renunció en enero pasado a regularlo y se limitó a emitir unas recomendaciones tan poco concretas como estas: “Evaluar cuidadosamente el impacto medioambiental y los riesgos” o “comprobar la calidad del agua, aire y suelo antes de empezar las operaciones”. Unas generalidades que esconden la incapacidad de la Comisión para poner de acuerdo a Reino Unido y Polonia, defensores de la técnica, con Francia y Bulgaria, por ejemplo, donde está prohibida. Las peticiones de la Eurocámara y de los ecologistas, que clamaban por unas normas comunes, han caído en saco roto.
Como resultado de esa indefinición, cada país está respondiendo a su manera a la pregunta de moda: ¿podría ser el fracking la respuesta europea al barato gas ruso? Polonia, por ejemplo, cree que sí. Se ha convertido en la avanzadilla europea de la fracturación hidráulica. Para seguir siéndolo acaba de cambiar su legislación medioambiental para facilitar el trabajo a las empresas que exploran en su subsuelo. Ha aprobado que los pozos exploratorios de hasta 5.000 metros de profundidad —básicamente todos— no necesitan estudio de impacto ambiental.
Relajar los requisitos medioambientales añade controversia a un asunto de por sí polémico. El fracking consiste en perforar el subsuelo e inyectar agua a presión mezclada con arena y sustancias químicas para liberar el gas de esquisto (también llamado gas pizarra) que se encuentra en las rocas bituminosas. Plantea interrogantes por la posible contaminación de acuíferos, el uso intensivo de agua, los microseísmos y la exposición a productos químicos. Los que se oponen a esta técnica no alegan únicamente la aparente paradoja de gastar dinero en explorar un recurso —como todos los hidrocarburos— finito y altamente contaminante; también están preocupados por los efectos sobre la salud humana y a los ecosistemas.
Sin embargo, el boom de la fracturación hidráulica en Estados Unidos, donde el gas natural cuesta una tercera parte que en Europa y una quinta parte que en Japón, según datos de la Agencia Internacional de la Energía, ha hecho que muchos Gobiernos europeos estén abiertos a explorar sus subsuelos. También España lo está. El ministro de Industria, José Manuel Soria, ha manifestado en público repetidamente su apoyo a la investigación con esta técnica. El Gobierno ha concedido en los últimos años varias decenas de permisos de investigación de hidrocarburos, que son en su mayoría para buscar gas no convencional. Es en la cuenca vasco-cantábrica donde se cree que la geología es más favorable. De momento, no se ha construido ningún pozo.
El País