Por Mario Rapoport | Página/12
YPF, creada en 1922, durante el gobierno de Hipólito Yrigoyen, con yacimientos descubiertos a partir de 1907, fue conducida inicialmente por un patriota visionario, el general Enrique Mosconi, brindando una base para nuestra industrialización e independencia económica y dando empleo a muchos argentinos.
Mosconi se interesó en el petróleo cuando trabajaba para el incipiente servicio aeronáutico del ejército y un oscuro gerente de la Texaco, empresa estadounidense a la que se le compraba en ese entonces gasolina, se negó a proveerla bajo el pretexto de que el organismo estatal se había excedido en los límites de crédito otorgados. Entendiendo que las Fuerzas Armadas podían paralizar sus actividades por esas circunstancias, se le reveló a sí mismo la necesidad de un abastecimiento permanente de aquellos productos, cada vez más indispensables desde el punto de vista estratégico, mediante la creación de una empresa estatal.
Mosconi se dio cuenta de que las compañías norteamericanas e inglesas que dominaban el mercado, unas más brutalmente y otras con mayor suavidad, terminaban ahogando al país con sus cuerdas como las viudas negras a sus amantes de turno. Negras de ese líquido tan precioso como el petróleo.
Debemos recordar que desde los comienzos del siglo XX los supuestos del libre comercio, definidos brillantemente por Adam Smith, no fueron horadados por las ideas de Carlos Marx, sino por la acción de un demiurgo ambicioso e implacable como lo llamaba Bertrand Russell, el norteamericano John D. Rockefeller. Este llegó a monopolizar a través de su Standard Oil la casi totalidad de la capacidad refinadora, los oleoductos, el transporte y el 85 por ciento de los recursos petroleros de su país y luego se lanzó al mundo compitiendo con los no menos voraces intereses holando-ingleses de la Royal Dutch Shell. El libre comercio podía servir para la teoría, pero John D. y la Shell preferían la práctica del monopolio.
Yrigoyen intentó enfrentarlos a través de un proyecto de nacionalización del oro negro argentino. El manejo del recurso estratégico se había convertido en uno de los ejes de la agenda política y transformado en bandera del antiimperialismo. Diego Luis Molinari decía en el Senado “que no se instituye un monopolio del Estado para aplastar a una industria privada de tales o cuales individuos: estamos en la alternativa de elegir entre el monopolio extranjero y el monopolio del Estado, que es, en definitiva, el monopolio del pueblo argentino”.
Pero el caudillo radical se encontró con una muralla de políticos venales que, además de acusarlo de decrépito, organizaron con paciencia un golpe de Estado para echarlo del poder en septiembre de 1930. El gabinete del nuevo presidente, José Félix Uriburu, lucía con la presencia de varios abogados o representantes de las empresas extranjeras. En su época se decía que en ese golpe había “olor a petróleo”: era quizás el perfume más cotizado de entonces y lo siguió siendo hasta ahora.
La historia de YPF sufrió varios avatares, pasando por el fracasado contrato con la Standard Oil de California, al final del gobierno de Perón, que no ponía en juego a la compañía estatal, pero sí le otorgaba una concesión importante a esa empresa; los contratos petroleros firmados por Frondizi; y la anulación de esos contratos bajo el gobierno de Illia.
La necesidad del abastecimiento petrolero en la época de la industrialización previa al golpe del ’76 estaba metafóricamente simbolizada por una acertada expresión de Horacio Giberti. “Si la industria es el motor del avión, su combustible es la energía y, precisamente, por falta de petróleo, el avión de la economía argentina no alcanzó a despegar.”
Ya con la última dictadura militar, que desindustrializó el país, predominó el desmantelamiento expreso de YPF a fin de garantizar el costoso endeudamiento externo. Una empresa exhausta, pero todavía potencialmente pródiga quedaba como última joya de la corona cuando el gobierno de los noventa optó por obviar la importancia económica y estratégica de este recurso natural y no renovable permitiendo la privatización primero y su extranjerización después.
Mientras que países vecinos como Brasil con Petrobras, Venezuela con Pvdsa y México con Pemex mantenían el petróleo en manos del Estado, la Argentina lo vendía apresuradamente para intentar salvar una falsa estabilización cambiaria, aunque sus ingresos no sirvieron para conformar ni la última propina de la deuda externa.
Repsol-YPF pasó a poseer un considerable poder de mercado, parecido al que tenía su predecesora estatal. Se reemplazaba la lógica del interés nacional por el de la ganancia empresarial. La producción se destinaba esencialmente a la exportación, a fin de aprovechar el vertiginoso alza del precio del crudo, mientras se dejaba de lado la constitución de reservas indispensables para el futuro. Al mismo tiempo se disminuía la exploración de riesgo y se reducía en forma considerable la cantidad de años que aquellas reservas podían cubrir.
Además, la renta petrolera se reciclaba fuera del circuito productivo nacional, privilegiando la remisión de utilidades y los precios de transferencia. Las retenciones eran un paliativo desde el punto de vista fiscal, que no resolvían ni la posibilidad de absorber el aumento del valor del crudo, ni la cuestión principal que era el control por parte del Estado de un recurso cada vez más escaso e imprescindible para la nueva etapa de desarrollo económico del país.
Hoy las críticas que nos vienen de España y del Viejo Mundo son muchas, pero no olvidemos que los gigantes que veía el Quijote en su delirio no eran más que molinos de viento. El gobierno argentino no está expropiando una empresa, sino recuperando algo que les pertenece al país y a su pueblo. Los molinos de viento están en otra parte y es posible que muevan como fantasmas la crisis europea. Mientras, nosotros nos quedamos con lo que nos pertenece.
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