El optimismo energético es mala noticia para ecologistas

El descubrimiento de grandes reservas de gas natural en EE.UU. mejoró el ánimo sobre un futuro libre del chantaje de los productores de Oriente Medio. Pero amenaza con ser un aliciente para el derroche.
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Ya todo el mundo sabe a esta altura que Estados Unidos está a punto de recuperar una independencia que le había sido arrebatada en los últimos 40 años, desde los “shocks del petróleo” de 1973. El reciente descubrimiento de grandes reservas de gas natural en Estados Unidos continental , sumado a las posibilidades tecnológicas de “fracturación” de grandes lechos geológicos de esquisto para producir otra fuente de petróleo, han generado una serie de informaciones optimistas en la prensa sobre un futuro estadounidense libre del chantaje de los productores extranjeros de petróleo de Medio Oriente y otros países, pese a que Estados Unidos es un claro exportador antes que importador de energía.
Como ocurre con la promoción de muchos anuncios de avances, el lector tiene derecho a analizar los hechos más a fondo, y también a preguntarse si ha existido una verdadera independencia energética sostenida en alguna sociedad , además de las fuentes fluctuantes como el viento, los ríos y el sol. Pues si nos guiamos por la historia, la dependencia de todo tipo de fuentes de energía del carbón no aprobó en definitiva la prueba de longevidad, dado que cada una de ellas supuso la reducción constante de los combustibles no renovables y el cambio a otras.
Durante mucho tiempo, Estados Unidos no estuvo tan comprometido; grandes yacimientos petrolíferos en Pensilvania, frente a las costas de Texas y en Venezuela y sus alrededores permitieron a los estadounidenses gozar de un consumo de derroche de energía, simbolizado por sus automóviles, grandes e ineficientes . Incluso cuando los precios en las estaciones de servicio saltaron a comienzos de la década de 1970, la causa tuvo menos que ver con un menor acceso a las reservas de petróleo que con otra cosa: la fungibilidad de todas las fuentes modernas de energía propiamente dicha, debido a la naturaleza internacional del mercado.
Se trata de un punto tan importante que deberíamos demorarnos un poco para explicarlo. Esta fungibilidad –es decir, la naturaleza global de los precios de la energía que no respetan los deseos de consumidores locales – se produce de dos maneras.
La primera es el precio internacional del petróleo propiamente dicho.
Dejando de lado algunos países productores afortunados (como Arabia Saudita) que disponen de grandes reservas vernáculas, la mayoría de los restantes dependen y se ven afectados por los precios del mercado global. Estos precios están representados por ciertas referencias diarias como el crudo West de Texas o el crudo Brent del Mar del Norte, pero la cuestión principal es que la viscosidad del petróleo bombeado en distintas regiones varía desde los fluidos muy livianos hasta los muy pesados y pegajosos. Por lo tanto, una de las tareas de las refinerías de petróleo consiste en mezclar los petróleos en niveles de octanos de distintas potencias y capacidades.
La nafta de alto octanaje que usted carga en su auto deportivo puede muy bien ser una mezcla de petróleos procedentes de distintas fuentes originales, reunidas por las grandes compañías petroleras; y el resultado habitual es una nivelación de precios en los mercados operadores.
Un conflicto en el Golfo Pérsico que corte el flujo de los buques petroleros hará cambiar los precios; lo mismo que un invierno severo en Norteamérica.
Los precios de la nafta para nuestros autos y camionetas pueden verse también afectados, naturalmente, por las políticas impositivas de un gobierno.
Los impuestos al petróleo son altos en la mayoría de las economías avanzadas, porque el Estado desea aumentar la recaudación y (una especie de contradicción) hacer bajar el consumo nacional. Esta última idea podría considerarse innecesaria en los países productores como Venezuela y Arabia Saudita donde los precios de la nafta son ridículamente baratos, pero cuando esas reservas internas comienzan a agotarse sus consumidores pueden encontrarse con un shock terrible.
Noruega es una excepción en este sentido, pues mantiene altos los precios de la nafta y coloca los dineros ganados con las ventas en el exterior de su petróleo offshore en una suerte de “fondo de amortización” para el futuro de sus ciudadanos a largo plazo.
La segunda forma en la que vemos fungibilidad en los mercados de energía globales se da cuando un cambio del precio de un producto básico puede tener un impacto directo en los precios de otros.
Por eso, un fuerte aumento repentino en los precios del petróleo para calefacción es seguido por un aumento en los precios del gas natural, en parte porque los consumidores pasan de una fuente de combustible a otra y en parte porque las empresas de gas natural quieren tener beneficios más altos. Asimismo, los precios muy altos del petróleo hacen que valgan la pena las inversiones a gran escala en fuentes de energía alternativas –parques eólicos, arenas bituminosas, paneles solares- mientras que una fuerte caída de los precios del petróleo hace disminuir marcadamente esas inversiones o incluso las discontinúa, para desgracia del lobby ecologista.
Todo esto, pues, debería hacernos ver las informaciones sobre los futuros excedentes de energía estadounidense y, por ende, la independencia de los shocks exteriores, con cierta cautela. La mayor producción de gas natural y de petróleo “shale” seguramente ayudará a Estados Unidos a equilibrar los pagos, y crear nuevos empleos calificados; pero podría fácilmente reducir la necesidad, y las presiones de los ecologistas, de consumir menos energía de la que consume actualmente el país.
En suma, si bien el descubrimiento de fuentes de energía más nuevas en los Estados Unidos puede mejorar la capacidad estratégica del país, no pondrá más efectivo en los bolsillos del ciudadano medio. Incluso, podría tener consecuencias no buscadas que volverán para acosar a las futuras generaciones.
Paul Kennedy HISTORIADOR, UNIVERSIDAD DE YALE. Copyright Tribune Media Services, 2012. Traducción de Cristina Sardoy.
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