Miguel Galuccio se prepara para anunciar, mañana, la inversión de Chevron en YPF que tanto esperaba. Los detalles todavía son un misterio. Se supone que la operación ronda los 1500 millones de dólares. La suma es insuficiente para celebrar una proeza, pero alcanza para estimular la discusión: el acuerdo con Chevron expresa el precoz fracaso conceptual de la estatización de YPF . Es una reprivatización en la que Chevron conseguirá ventajas de las que ni siquiera Repsol disfrutaba. Además, la falta de compromiso inversor en la que se justificó la expropiación de las acciones de esa petrolera española es irrelevante comparada con la que exhibió Chevron en los últimos años.
Al incautar el 51% de las acciones de YPF, Cristina Kirchner alegó que Repsol -sobre la familia Eskenazi siempre guarda un sugerente silencio- no había invertido lo suficiente. El viceministro de Economía, Axel Kicillof, desarrolló esos reproches en una monografía titulada Informe Mosconi. Es curioso: si Kicillof adoptara los mismos criterios para analizar la información que la Secretaría de Energía ofrece sobre Chevron, quizá recomendaría la confiscación de esta compañía. Según datos que la secretaría publica en su sitio web, la declinación en la producción de petróleo de Chevron entre 2009 y 2012 fue de 35%, sólo superada por el 50% de Total. La caída global en el país en ese período fue de 12%. En gas natural también hubo retroceso.
Fue de 61%; el del país, de 9%. La variación de reservas, es decir, la diferencia entre lo que se produce y lo que se repone, indica otro deterioro. Siempre según la Secretaría de Energía, entre 2007 y 2011 las reservas de petróleo de Chevron cayeron 50,02%, cuando el promedio nacional fue de 5,3%. Las reservas de gas mermaron 78%; las del país, 19%.
Es bastante evidente que Chevron se estaba retirando de la Argentina cuando comenzaron las conversaciones con Galuccio. De las 23 concesiones que llegó a administrar, revirtió 6 a las provincias propietarias. Y en 2010 vendió otras 13. De las cuatro áreas que conservó, opera sólo tres. Entre 2009 y 2011 invirtió 355 millones de dólares, de los cuales 300 fueron a un solo campo, El Trapial. En la formación Vaca Muerta produjo volúmenes poco llamativos; en cambio, se desprendió de un millón de acres en áreas con recursos no convencionales de gran potencial.
Es irónico: en la página 26 de su Informe Mosconi , Kicillof explicó que YPF debía ser estatizada, entre otras cosas, porque Repsol “encaró una clara estrategia de salida del país y una política depredatoria, tanto en términos de producción de hidrocarburos como de desinversión”.
¿Cuáles son las razones por las que Alí Moshiri, el responsable de la operación latinoamericana de Chevron, reaparece ahora para quedarse con 100.000 acres, que son la décima parte de lo que desechó en los últimos años? Es probable que este ejecutivo iraní esté obligado a retribuir las gestiones que hizo el Gobierno para que la Corte Suprema levantara el embargo dispuesto por la justicia de Ecuador en un proceso muy controvertido por daño ambiental. También es posible que Chevron haya encontrado una oportunidad para aplicar las utilidades generadas en el país, que no puede girar a su casa matriz por las restricciones cambiarias dispuestas por Cristina Kirchner. Sin embargo, en las próximas horas tal vez aparezca el factor más poderoso de este giro: Moshiri arrancó a Galuccio condiciones mucho más ventajosas que las que tenía en los negocios que estaba abandonando.
Hay que preguntarse, por lo tanto, por qué el Gobierno le admite a Chevron lo que no toleraba a ninguna otra compañía, incluida la propia Chevron. Y una incógnita más inquietante: por qué Galuccio seleccionó como socio a una petrolera cuya apuesta por el país fue tan dudosa. La respuesta es que la gestión del Estado en YPF atraviesa una emergencia de la que sólo podría salir con el auxilio de una inversión privada muy superior a la que está por anunciar Galuccio. Y esa inversión está lejos de conseguirse.
La peripecia de Cristina Kirchner en YPF reproduce el enredo de todas sus aventuras económicas. Confiscó las acciones de Repsol cuando el inexperto Kicillof la convenció de que sólo el sector público podría obtener el petróleo y el gas que las rapaces multinacionales se niegan a suministrar. Al ingresar en YPF, Kicillof denunció que los españoles estaban negociando asociaciones en Vaca Muerta con 15 compañías. Al poco tiempo, carentes de los fondos que demanda esa explotación, los funcionarios convocaron a las mismas 15 empresas. Pero como el Gobierno se apropió de YPF sin poner una moneda, casi todas esas petroleras declinaron la invitación por temor a sanciones judiciales. Moraleja: de los 15 inversores interesados en YPF, quedó sólo Chevron. Galuccio está obligado a entregarse a esa compañía, disimulando los antecedentes publicados por la Secretaría de Energía. Los directivos de Chevron sacarán provecho de esa desesperación.
Como suele suceder, la Presidenta y sus subordinados terminaron agravando aquello que querían evitar. El pragmático Moshiri se vuelve a encontrar en Buenos Aires con la regla que verificó en sus transacciones con el chavismo: hay pocas cosas más ventajosas para un empresario que negociar con funcionarios que reemplazan el saber técnico por las ensoñaciones ideológicas. En nombre de la “soberanía hidrocarburífera”, la señora de Kirchner beneficiará a una multinacional estadounidense mucho más de lo que benefició durante un lustro a una multinacional española y a sus amigos Eskenazi. Repsol, por su parte, podría gastar menos dinero en abogados: con sólo comparar ante un juez el Informe Mosconi con las prerrogativas que se le están reconociendo a Chevron, demostraría que recibió un trato arbitrario. Jorge Sapag, el gobernador de Neuquén, la provincia a la que pertenecen los recursos que negocia Galuccio, sigue callado, subordinándose al poder central. Su silencio es casi tan estridente como el de la oposición, sobre todo la que votó a favor de la confiscación de YPF, de la que la señora de Kirchner se burla asociándose a Chevron.
Galuccio intenta atraer a las multinacionales, como si no hubiera leído el Informe Mosconi , que va quedando amarillento. Su vicepresidente en YPF, Kicillof, las hostiga. Ya amenazó con sanciones a Chevron y a otras diez petroleras por sus escasas inversiones.
La divergencia entre Galuccio y Kicillof no obedece tanto a diferencias ideológicas como a que los objetivos que pretenden alcanzar son muy distintos. Galuccio debe salvar su gestión en YPF con un repunte urgente en el nivel de producción. También el bonus por eficiencia que prevé su contrato -tan enigmático como el pacto con Moshiri- depende de esa mejoría.
Kicillof, en cambio, igual que Julio De Vido o Guillermo Moreno, está inquieto por los costos políticos que paga el Gobierno desde que intervino en YPF. El más importante deriva del aumento en el precio de las naftas. Desde que explotó la refinería de La Plata, en abril, los combustibles cuestan 12% más. Y desde que Galuccio está al frente de la compañía aumentaron entre 30 y 37%. En mayo pasado, la propia YPF declaraba en el prospecto de unas obligaciones negociables que “durante el primer trimestre de 2013 el precio promedio obtenido por la Sociedad para el mix de naftas representó un incremento de aproximadamente 26,8% respecto del precio promedio obtenido en el mismo trimestre del año anterior”. También se ufanaba de haber aumentado los precios del gasoil 20,9%, comparando los mismos dos períodos.
La incongruencia entre estas manifestaciones y los propósitos declarados de la estatización es asombrosa. En la página 25 de su Informe Mosconi , Kicillof defendió la administración de los precios porque el combustible es determinante para el desarrollo de las actividades económicas, ya que “participa como un costo directo en una enorme variedad de productos”.
Es verdad. Cuando la Argentina contaba con un sistema de estadísticas, el precio de los combustibles tenía una participación de 4% en el índice. El transporte público, que está en relación directa con ese precio, incidía 6%. Quiere decir que el incremento en el precio de las naftas, indispensable para que Galuccio no naufrague en YPF, determina el 10% de la inflación. El Gobierno volvió a fracasar en su afán por controlar al mismo tiempo precios y cantidades.
La inflación reaparece como un cuerpo extraño, esta vez en el centro de la política energética. Y se vuelve cada vez menos comprensible por qué Cristina Kirchner, a la luz de tantos desaguisados, sigue confiando en las capacidades del Estado para resolver el problema. Abrazada a esa creencia, ya alcanzó la frontera del surrealismo: bajo su insólita administración económica, para saber el precio del pan no hay que mirar la balanza, sino el reloj..