Rubén Boggi.- El país atraviesa una crisis energética que finalmente terminó por originar una crisis política. Y este es el preciso momento en que se expresa con claridad, a partir de la concreción de lo que se había anunciado hasta el hartazgo: el acuerdo YPF-Chevron.
El tema pegó fuerte en el país, desde la difusión mediática. Y en Neuquén también, claro. Si es el principal tema de campaña. El revuelo es grande, y se hace evidente una cuestión que trasciende la coyuntura, que viene desde lejos, y que posiblemente seguirá en nuestro futuro, siempre actual.
Es la angustiante ausencia de políticas de Estado. La falta de coherencia, no ya en tales o cuales, sino en la Nación misma. Argentina es un país de incoherencia estructural, conformado así por sus infortunios políticos y sociales, el alto nivel de corrupción y la tremendamente fácil demagogia de quienes han ejercitado el poder.
Ahora, un cóctel de fracking, multinacional, gobierno y crisis energética, ha conseguido que se junten nuevamente la biblia y el calefón. En una ensalada de ideas espeluznante, una ansiosa oposición ha buscado en el cuco de Chevron el enemigo que pudiera unir y disimular a quienes no son amigos, pero quieren crecer y llegar al gobierno, quieren poner fin de una vez por todas a ese viejito gruñón y pedante que administra la Provincia desde hace 50 años.
De repente, se le ocurrió a la oposición al kirchnerismo, la luminosa idea de que hay que decirle fuck you al fracking. Contribuyó a este descubrimiento todo el escenario que se ha desplegado durante los últimos diez años, pero sobre todo la certeza de que Chevron es un enemigo apropiado. Tiene todas las condiciones: prosapia de multinacional al servicio del imperialismo yanqui, antecedentes en todo el mundo, y particularmente, ese feo tema de Ecuador, que tan didácticamente presentó el programa de Jorge Lanata emitido el domingo último por canal 13 de Buenos Aires.
Texaco, devenida después en Chevron, contaminó con desprecio por vida y naturaleza durante 30 años en el Amazonas ecuatoriano. Durante todo ese tiempo, el Estado ecuatoriano fue más un cómplice que una víctima. Ese “detalle” prefiere no expresarse con claridad. Es mejor echar toda la carga de la culpa sobre una empresa, como si no fuera de Perogrullo que a las empresas, sobre todo a las petroleras, se las debe controlar estrictamente, porque la tentación de ahorrar costos y sacar la máxima rentabilidad es permanente. Y lo que está en juego es, generalmente, el ecosistema.
Ojalá todo fuera tan sencillo como oponerse a la inversión de una multinacional por ser poco clara y haber sospechas de corrupción.
La cuestión es más compleja. Y tiene que ver con la angustiante ausencia de políticas de Estado en Argentina.
Es ese errático vaivén que ha distinguido al tema petrolero, y que ha sido avalado para un lado y para el otro por prácticamente todos los políticos neuquinos en actividad actualmente, el que ha originado el caso Chevron, el acuerdo con YPF, el apurado aval de la Provincia, y el debate que ahora nos ocupa.
Sintetizando y tomando en cuenta nada más que el país renacido en 1983: Argentina pasó de una crisis energética por falta de generación eléctrica en los ’80, y de un intento de avanzar en la desregulación de la actividad petrolera (Plan Houston, Alfonsín), a la privatización de YPF primero parcial y después total en los ’90, lo que produjo un enorme salto de producción y de consumo de gas y combustibles en el país, con saldo exportador; al agotamiento del recurso en el 2000, el intervencionismo estatal en los precios, el congelamiento de las tarifas después de la salida de la convertibilidad, y la re-estatización de YPF tras una expropiación no resuelta aun a la española Repsol, con la idea de nacionalizar todo el negocio con aliados latinoamericanos y capitales estatales y privados de amigos del gobierno, en un contexto de desabastecimiento interno creciente, con importación de energía por unos 13 mil millones de dólares al año.
De allí se pasó a una angustiosa y rápida búsqueda de inversores para remediar el desequilibrio con mayor producción en función de las posibilidades no convencionales, con Vaca Muerta en el foco principal. Chevron fue lo único que se consiguió. Chevron no es parte de un plan científicamente elaborado, sino el manotazo de ahogado que pudo dar el bienintencionado de Miguel Galuccio, remando en un pantano espantoso contra la corriente de funcionarios estrambóticos como Guillermo Moreno.
No hay ejemplos en el mundo de países que hayan pasado de exportar a importar combustibles en sólo un lustro, y que en ese mismo tiempo hayan mutado de privatistas a estatistas, de defensores del libre mercado al mercado regulado y controlado por el Estado. Y menos, que esto se haya hecho no una vez, sino varias, en su corta historia.
Esta incoherencia, esta ausencia de políticas de Estado, es lo que explica que Priscilla Otton se siente a la misma mesa de Horacio Quiroga; que Ana Pechen y Marcelo Fuentes compartan la misma trinchera con Ramón Rioseco; que un partido como Libres del Sur se alíe con radicales desencantados para protagonizar una notable diferenciación, ubicándose de manera equidistante entre unos y otros, para enarbolar la bandera de la “seriedad” en el tema YPF-Chevron.
Es esta incoherencia estructural la que hace posible que quienes fueran camaradas de ideas, como Luis Sapag y Ruben Etcheverry, se enfrenten encarnizadamente; y que el mismo Sapag que defendió a las comunidades mapuches los acuse ahora de usurpadores de tierras ypefianas con objetivos mercantilistas.
Así, cuando ya no hay razonamiento que sirva ni argumento que sea válido, en el marasmo del relativismo extremo de la incoherencia, es posible que lo único que quede para expresar es un dedo levantado, un fuck you provocado más por la bronca impotente de dar vueltas en círculo, que por una saludable inclinación a encontrar la salida del laberinto.