En medio de la inestabilidad política, el Gobierno pretende entregar tranquilidad fiscal por 20 años a las petroleras a través de una nueva ley de promoción de inversiones hidrocarburíferas. El anteproyecto presentado ayer busca estimular proyectos de fracking, offshore y almacenamiento subterráneo de gas, prácticas altamente cuestionadas por sus impactos socioambientales. Una vez más las decisiones de la política energética se tomaron entre cuatro paredes, con las petroleras adentro y la gente afuera. La soberanía energética está hoy, un paso más atrás de lo que estaba ayer.
Por OPSur .- Acompañado por el hasta ahora ministro de Economía Martin Guzmán y el secretario de Energía Darío Martínez, el presidente Alberto Fernández dio a conocer el proyecto de ley de promoción de inversiones hidrocarburíferas que se anunciaba desde comienzo del mandato. “El plan tiene una ambición muy grande. Tiene la ambición de que la Argentina produzca en exceso, exporte los excedentes e ingresen los dólares que hacen falta”, sostuvo el mandatario. Hasta ese momento, no se conocía la letra de la iniciativa que busca reforzar la matriz energética fósil con perspectiva exportadora, que dificulta aún más la desdolarización del sector y concibe a la energía como una mercancía.
La promoción incluye a toda la cadena productiva de los hidrocarburos. Tiene especificaciones destinadas a distintas cuencas, incluso la offshore, la industrialización y hasta contiene a un nuevo sistema de acopio subterráneo de gas que ya se está utilizando en algunas provincias. Sin embargo, y pese a que el proyecto esboza un intento de estímulo a la explotación más allá de Vaca Muerta, nada hace prever que el protagonismo del fracking disminuya.
A la caza de divisas
El proyecto otorga estabilidad fiscal por 20 años, define una serie de posibilidades para la explotación petrolera e incorpora la subasta de gas (el sistema del PlanGas.Ar) en la ley como forma de organizar ese mercado. Un punto central de la norma es la posibilidad de exportar de manera sostenida entre el 20 y 50 % de la extracción que supere la de los últimos años y disponer libremente del 50 % de esas divisas. Fija, además, un porcentaje máximo de retenciones en un 8 %. El objetivo es, entonces, que la libre disponibilidad impulse la inversión hidrocarburífera de manera tal que eleve la extracción, disminuyendo los costos de importación de gas en dólares.
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Planificar ese modo de ahorro de dólares no tiene en cuenta que la propia inversión del sector implica una serie de mecanismos de salida de divisas: flujos financieros como los pagos de préstamos, y las importaciones productivas, entre otros. Es decir, esa perspectiva omite otros movimientos de divisas que en definitiva impiden, o en el mejor de los casos restringen, la posibilidad de contribuir a la relajación de la restricción externa.
Al mismo tiempo, la lógica del proyecto le impone otra dificultad cara al oficialismo. Si se promueve la inversión en función de las exportaciones hidrocarburíferas, el horizonte de tender a un sistema tarifario pesificado se aleja cada vez más. En un contexto en el que el Ministerio de Economía presenta un presupuesto que prevé que la devaluación acompañe a la inflación, estimada en un 33% para 2022.
¿Sustentable?
Otro de los ejes destacados en los discursos gubernamentales es el de un supuesto cuidado ambiental. “Tenemos que garantizar la sustentabilidad de todo esto porque para nosotros el cuidado del ambiente no es un tema retórico, es un tema que nos preocupa y con el cual estamos totalmente comprometidos”, sostuvo Fernández. Sin embargo, el compromiso ambiental se demuestra con políticas certeras hacía los pasivos e injusticias ambientales y, hasta el momento, el tema no ha superado las enunciaciones de algunos funcionarios.
Una verdadera política ambiental en la industria hidrocarburífera debe tener en consideración la degradación que ya generó la explotación. Un siglo de actividad petrolera en el país ha dejado graves impactos sociales y ambientales que deben ser el primer objetivo de la relación entre la industria hidrocarburífera y el ambiente. Pero nada de esto está contemplado en las políticas hacia el sector; es una especie de “borrón y cuenta nueva” que profundiza las injusticias ambientales que viven los territorios afectados por la explotación hidrocarburífera.
La inclusión de la explotación costa afuera –offshore– dentro de los regímenes de promoción, es otro elemento relevante del anteproyecto. En todos los países donde esta actividad tiene desarrollo, tanto en el centro como en la periferia global, existe una serie de impactos documentados. Supone un riesgo directo para otras actividades productivas en las localidades costeras y produce severas consecuencias en la fauna marina -de la cual también dependen las economías regionales. Incluso la exploración de estos recursos ha provocado conflictos como los ocurridos con los pescadores artesanales del Golfo San Jorge (Chubut) en 2010. Bajo la lógica propuesta en el anteproyecto, el offshore se transforma en un nuevo corrimiento de la frontera extractiva, esta vez hacia el mar, bajo una lógica energética de escala global que tiene fuertes impactos a nivel local.
Una novedad del anteproyecto es la inclusión de “las concesiones de almacenamiento subterráneo” en la Ley de hidrocarburos 17.319. Estos almacenes son depósitos geológicos que serán concesionados por 25 años. Infraestructura que alimenta la especulación porque permite regular la puesta en mercado del bien en función del precio. Además, implican altos riesgos de fugas que se incrementan cuando se realizan en zonas con sismicidad y significan, a la vez, un peligro para la población y el ambiente. Es el caso del proyecto Cupen que YPF tiene en funcionamiento en el área Sierra Barrosa de Neuquén.
Más allá de la cantidad de veces que repitan “sustentabilidad” en sus discursos, es un error seguir apostando por las energías extremas, como el fracking y el offshore. Estas políticas impiden llevar adelante una transición que resuelva las necesidades energéticas de nuestro país, a la par que perpetúa la explotación de hidrocarburos y sus impactos locales -como la contaminación- y globales -como la crisis climática.
Vaca Muerta, pese a todo
La centralidad de Vaca Muerta durante la última década se erigió sobre tres grandes promesas:
- que permitiría cubrir la demanda nacional de gas, evitaría la salida de dólares por importación y, en lo posible, permitiría exportar;
- que dinamizaría las economías de las provincias o regiones en que se explota;
- que generaría encadenamientos productivos dinámicos.
Ninguna de las tres promesas se cumplieron: la importación de energía sigue siendo un problema, la situación social de las provincias donde se extraen hidrocarburos es crítica y los encadenamientos productivos son mínimos.
Por otro lado, aún sin considerar la perspectiva social y ambiental, el análisis del desarrollo del fracking durante sus primeros años de explotación permite dar cuenta de lo costoso de la explotación de este tipo de energía. En un artículo anterior sosteníamos que Vaca Muerta tiene una alta dependencia de subsidios debido al alto costo del fracking, lo que se revela como una falla estructural de la explotación de los hidrocarburos no convencionales en todo el mundo. Al mismo tiempo, la inexistencia de infraestructura y mercados potenciales acordes a las grandes proyecciones, que algunos sectores cifran en Vaca Muerta, hace inviable que este megaproyecto pueda convertir a la Argentina en potencia exportadora de hidrocarburos en el mediano plazo.
El proyecto presentado no tiene como objetivo la soberanía energética sino conseguir dólares. De ese modo, sostiene la explotación de fósiles en un contexto de crisis climática. Una política energética soberana implica decisiones para torcer el rumbo de la energía, para que deje de ser considerada una mercancía y se entienda como un derecho. En ese camino es urgente comenzar una transición energética hacia otras fuentes que tengan en cuenta a quienes trabajan en el sector, a quienes consumen y a quienes se ven afectados/as por la extracción de hidrocarburos y su cadena de transformación. Ese tránsito debe implicar una revisión profunda del consumo que constituye nuestra matriz energética. La desigualdad de los usos, la ineficiencia de los usos en los hogares, la transformación de las ciudades y del sistema agroalimentario, así como la modificación del sistema industrial y de transporte son algunas de las transiciones que deben comenzar hoy.
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