Debemos incorporar más racionalidad y menos intuición o conveniencia en la elaboración y ejecución de políticas públicas vinculadas con el ambiente
En un país donde la política ambiental es inexistente porque ha sido sofocada por la política partidaria, hablar de los desafíos ambientales resulta una utopía. Es que la desvalorización de los problemas ambientales no es sino el resultado inevitable de un pensamiento que no sabe más que moverse en la inmediatez, es decir, que de los bienes y servicios que brindan los ecosistemas sólo se consideran aquellos que hoy computa el mercado o que sirven a algún propósito político. La planificación, herramienta clave para poder determinar los pasos para llegar a un futuro promisorio, ha sido reemplazada por una espontaneidad salvaje, favoreciendo los intereses de corto plazo. Se trata de un fenómeno que nos obliga a preguntarnos si estamos en condiciones de plantearnos políticas ambientales que vayan más allá de lo meramente coyuntural.
Es que a menudo la ineficaz gestión gubernamental se ve desbordada por cuestiones ambientales instaladas desde la ciudadanía o las organizaciones no gubernamentales: prueba de ello es que en numerosas provincias existen conflictos por la explotación de las riquezas del subsuelo que no hacen sino dejar a la luz la ausencia de una política estratégica por parte del Gobierno.
Sin lugar a dudas hay dos problemáticas no abordadas con profundidad que continuarán generando conflictos que las autoridades se empecinan en ignorar: la megaminería y el fracking. ¿Se realizará el postergado inventario de los glaciares? ¿Estamos en condiciones de promover una discusión profunda sobre la explotación de hidrocarburos no convencionales a través de la factura hidráulica de la roca madre, conocida como fracking, o se trata de una modalidad que profundiza una matriz energética con impactos ambientales en el agua y en el aire?
Son temas que requieren un análisis profundo para determinar su viabilidad y sus modalidades. Sin embargo, estas actividades aparecen instaladas en la agenda nacional signadas por la especulación, la falta de transparencia, la debilidad técnica de los organismos competentes, el cortoplacismo, el limitado acceso a la información y el ninguneo de los grupos de defensa de los derechos del ambiente en general.
A este escenario lúgubre, quizás inherente a la mayoría de los temas ambientales de la Argentina, se suma la ausencia de regulación adecuada en actividades complejas que pueden afectar nuestros valiosos recursos hídricos o que demuestran la falta de implementación de herramientas de ordenamiento territorial o evaluación ambiental estratégica que permitan establecer cómo quiere la comunidad disponer de su territorio. En este contexto, es imprescindible plantearnos el lugar que ocupa el desarrollo de energías limpias.
La falta de aplicación de estas herramientas previstas en la ley general del ambiente provoca permanentes confrontaciones entre las posiciones polarizadas a favor y en contra de las actividades extractivas en general, en lugar de promover una información razonable que permita advertir la potencialidad para llevar adelante emprendimientos extractivos en algunos sitios donde, por ejemplo, la ausencia de población, la profundidad de los recursos hídricos y demás características geológicas así lo permiten. En otros casos, podría comprenderse la inconveniencia de ejecutar proyectos mineros a costa de la irrevocable pérdida de glaciares, paisajes emblemáticos, yacimientos arqueológicos de valor incalculable, o proyectos de conservación de la naturaleza. La cuestión extractiva es tan sólo uno de los tópicos donde las falencias de nuestro sistema se explicitan en conflictos visibles que abrevan en la ausencia de carriles adecuados para asegurar el acceso y disfrute de nuestros recursos naturales. Todavía tenemos la enorme deuda de incorporar más racionalidad y menos intuición o conveniencia en la elaboración y ejecución de nuestras políticas públicas.
Los principios que tan bien suenan, como el de prevención, precaución, acceso a la información, y también los presupuestos mínimos dictados requieren metodologías concretas para que las políticas públicas imaginadas puedan encararse de una manera coordinada con el desarrollo de la economía. Se suman a la nómina de los desafíos los tristemente célebres ejemplos de las cuencas Matanza-Riachuelo y Reconquista; el control de las industrias en la cuenca del río Salí Dulce en Tucumán; la pila de escoria de plomo en San Antonio Oeste, provincia de Río Negro, y el deficiente uso compartido del río Atuel entre Mendoza y La Pampa. ¿Volverá a encenderse la cíclica pelea con el vecino Uruguay por las papeleras y volverá a desaparecer sin que sepamos aún de qué se trata?
Los enormes desafíos ambientales esperan una administración ambiental adecuada en las ciudades y megaciudades de nuestro país: la gestión eficiente de los residuos urbanos, el ordenamiento del tránsito, el control de la contaminación atmosférica y acústica. Quizá podría afirmarse que el verdadero desafío ambiental consista en que nuestros recursos naturales no sucumban a intereses económicos o lealtades políticas. Poder plantearnos con anticipación y de modo integral hacia dónde deseamos crecer probablemente constituya un verdadero primer paso. Tal vez así puedan evitarse los profundos desencantos que produce ver nuestros recursos naturales en manos de nadie o, peor aún, en manos de quienes no los administran con miras en las generaciones futuras.
La Nación