Por Ava Tomasula y García / AIDA.- Las he visto más veces de las que puedo recordar, pero nunca dejan de impactarme: llamas de más de tres metros de altura, quemando gas en la planta de procesamiento de BP en Whiting, Indiana, Estados Unidos. La instalación está cerca de donde crecí, así que por mucho tiempo me han asombrado esas antorchas. Cuando era pequeña, mi hermana pensaba que eran volcanes y en mi familia ha sido usual llamarlas así.
Convertir residuos de metano en dióxido de carbono (CO2) mediante la quema es una práctica habitual en la producción de gas y petróleo. Ello hace que los “volcanes” sean un rasgo común de la perforación y fractura hidráulica o fracking para extraer hidrocarburos. Ver columnas de CO2 siendo escupidas directamente al aire impacta, pero también enfurece: es la metáfora visual de un mundo que funciona con energía sucia.
Aun así, cuando se trata de fracking, los volcanes y sus emisiones de carbono no son el mayor problema. Lo más peligroso es con frecuencia difícil de ver, incluso invisible. La contaminación atmosférica causada por el fracking, la más grave, se debe a fugas de metano.
El metano es un gas de efecto invernadero cuyo potencial de generar calentamiento global es 86 veces más grande que el del dióxido de carbono en un periodo de 20 años, de acuerdo con el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático. Se filtra sigilosamente a nuestra atmósfera en cada punto de la cadena de suministro de gas, algo indetectable sin equipos sofisticados y pruebas constantes.
De acuerdo con la NASA, la industria del gas y el petróleo es responsable por el incremento mundial de las emisiones de metano, superando incluso a los vertederos y a la producción de lácteos. Muchas de estas emisiones vienen de gasoductos con fugas de pozos de fracking.
Aunque muchos de los daños del fracking —la contaminación de aguas subterráneas y un incremento en los sismos de origen humano, entre otros— están bien documentados, la contaminación atmosférica que causa implica una batalla más difícil de librar porque no hay imágenes que muestren convenientemente ese impacto.
Pero el hecho de que no podamos ver cómo el metano se fuga al aire no implica que el daño sea menor: las partículas tóxicas se aferran a la garganta como manos invisibles; el metano causa hemorragias nasales y asma; las fugas de gas presionan el cerebro produciendo convulsiones y dolores de cabeza; los aditivos tóxicos hacen que los bebés nazcan prematuramente, con bajo peso y con defectos que ponen en riesgo su vida.
Las fugas de metano son especialmente preocupantes en términos del cambio climático. Con la fuga a la atmósfera de menos del 2 por ciento del metano transportado por una tubería, el gas deja de ser supuestamente más “limpio” que incluso el carbón. Estudios recientes muestran que los campos de fracking en Estados Unidos registran fugas en niveles tremendamente desiguales, algunas de hasta el 12 por ciento.
En otras palabras, sólo unos cuantos pozos son responsables por una cantidad extrema de contaminación. Pero ello significa también que parte de la solución está en nuestras manos: reparar las fugas en esos campos altamente contaminantes sería de gran ayuda para la regulación del clima.
Detener y reparar las fugas requiere una supervisión constante y cuidadosa, pero es una tarea rentable que a menudo se paga sola. Las compañías de gas pueden patrullar sus propias líneas de distribución, buscando y reparando fugas. Los reguladores neumáticos pueden ser reemplazados con otros mejores.
Sin embargo, este cuidado extra es precisamente contra el que luchan los impulsores del fracking: la industria gasífera en Estados Unidos ha negado y minimizado por mucho tiempo la gravedad de las fugas en sus tuberías. Al igual que la contaminación por gases de efecto invernadero que lo causa, el cambio climático es un desastre de paso lento. Es una emergencia difusa y larga que, en un mundo que vive el instante, no es lo suficientemente dramática para decisiones a corto plazo. Por lo general se habla de ella cuando ya es demasiado tarde.
Alternativas al fracking
Pero los tiempos están cambiando. Y la solución al calentamiento global no está únicamente en la reparación de fugas. No podemos solamente mitigar un problema que amenaza nuestra vida, tenemos que ponerle fin.
En lugar de perpetuar nuestra dependencia del gas, debemos invertir en una transición justa y movernos hacia fuentes de energía económicamente sostenibles, como la solar y la eólica. Los sistemas de distribución de gas, y su mantenimiento, son tan costosos como tóxicos, y pronto se volverán obsoletos. Debemos pelear por una mejor regulación de nuestro sistema energético mientras construimos alternativas para un mejor mañana.
Eso es especialmente importante en partes del mundo que recién le están abriendo las puertas al fracking. Mientras en el Norte global es algo omnipresente, en América Latina el fracking apenas comienza, con la perforación de cerca de 5,000 pozos en los últimos años.
Comunidades y defensores/as de derechos humanos de todo el continente han luchado mucho para conseguir prohibiciones o restricciones al fracking. Piden que sus países no caigan en la trampa: los daños serían mayores debido a una débil regulación y agravarían el cambio climático.
En octubre del año pasado, testificaron ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre los daños que el fracking ha causado en toda América Latina. Liliana Ávila, abogada sénior de AIDA, explicó que la contaminación causada por el fracking vulnera derechos humanos básicos y que los defensores y defensoras ambientales enfrentan violencia cuando protegen sus territorios de la industria del gas.
Parte de la batalla por una transición global y justa hacia una economía equitativa y sostenible implica reconocer los daños que son más difíciles de ver, incluidos aquellos que al principio son invisibles. Son los daños silenciosos, que ocurren en periodos largos de tiempo, los que ahora nos están alcanzando.