Tecnologías en el ojo de la tormenta

Análisis sobre el modelo de intensificación productiva que es actualmente dominante en la explotación de recursos naturales, tanto el fracking como la megaminería y los transgénicos. Qué otras alternativas tienen los países en desarrollo como Argentina.

Hay otras alternativas

Por Valeria Arza, Anabel Marin y Patrick van Zwanenberg *

Es común escuchar argumentos que defienden el modelo de intensificación productiva que es actualmente dominante en la explotación de recursos naturales (RN) –fracking, megaminería, transgénicos– como único camino para impulsar un proceso de desarrollo. Se argumenta que los países como el nuestro no han llegado a un estadio de desarrollo que haga relevante la preocupación ambiental porque existen otros problemas más urgentes (por ejemplo, la generación de divisas). Si bien se concede que estas actividades no son inocuas para el medio ambiente y pueden estar asociadas a los intereses de grandes corporaciones, se piensa que será posible generar impactos positivos para el desarrollo con buena intervención y regulación pública.

Con una economía altamente dependiente de los RN, no sorprenden estos argumentos pragmáticos: la soja transgénica representa más del 50 por ciento del área cultivada y es imposible ignorar cómo se verían afectadas las cuentas fiscales si se cambiaran las prácticas tecnológicas actuales; de igual manera, corresponde aspirar a mejorar la balanza energética. Pero pragmatismo no justifica dogmatismo. Existen diversas alternativas tecnológicas que podrían promoverse. Tres cuestiones deberían tomarse en consideración.

Primero, el modelo de explotación de RN dominante genera graves problemas económicos, ambientales y sociales de efectos evidentes en la calidad de vida de las poblaciones que conviven con estas prácticas y vaticina un futuro menos auspicioso para el empleo rural, la diversificación productiva, para agregar valor en origen, la soberanía alimentaria, la salud, la disponibilidad de agua potable, etcétera. No es antitecnológico criticar algunas tecnologías específicas.

Segundo, existen tecnologías alternativas de producción de RN que superan social y ecológicamente a las establecidas (por ejemplo, energía eólica o producción agropecuaria para mercados diferenciados como la orgánica o agroecológica). Muchas también son viables económicamente o podrían serlo si se apoya su desarrollo. Sin embargo, como muchas veces entran en tensión con las prácticas dominantes (por ejemplo, por el uso de la tierra), no cuentan con el apoyo político y económico necesario para su expansión.

Tercero, la tecnología no puede separarse de las relaciones sociales en las que se inserta, ni de las normativas que regulan su funcionamiento: no es exógena al sistema. Por ejemplo, el modelo de producción de agricultura intensiva no se difundió solamente por las virtudes de las semillas transgénicas, los agroquímicos o los equipos de siembra directa. Su difusión tuvo que ver también con las redes existentes de empresas proveedoras de diversas tecnologías, con su capacidad de lobby, con las leyes de propiedad intelectual, con las regulaciones para la liberación de eventos transgénicos, con los intereses políticos que se crean alrededor de prácticas establecidas, etcétera. Se trata de sistemas que combinan elementos técnicos, políticos y socio-económicos que se alinean para producir y reproducir un sistema productivo que funciona bien al menos en algunas dimensiones (es competitivo a nivel internacional, ofrece rentas sustantivas a los agricultores comerciales, genera divisas e ingresos fiscales, etcétera).

Las tecnologías alternativas pueden no “encajar” con facilidad dentro de este sistema establecido. En buena medida dependerá de hasta qué punto se aparten de las prácticas dominantes. Cuanto más se aparten, mayores tensiones se originarán y más resistida será su expansión. Por ejemplo, algunas medidas que podrían favorecer alternativas (como la agricultura orgánica) pueden ser resistidas si desfavorecen a las prácticas establecidas: pensemos el caso de medidas que restrinjan la fumigación aérea, una práctica extendida en la agricultura intensiva. Cabe resaltar que quienes se favorecen de las prácticas dominantes pueden ejercer una influencia mucho más efectiva incluso que las prácticas de representación democrática. Valga como ejemplo el modo en que el gobierno del Chaco reglamentó la ley de uso de agroquímicos, haciendo caso omiso de las distancias mínimas de fumigación allí establecidas.

En suma, resulta ingenuo pensar que la tecnología es neutral e independiente de las relaciones sociales (y de poder), tanto como que será siempre posible regular su funcionamiento en pos del bien común. Algunos impactos negativos no se pueden disminuir o controlar con regulación e incluso las regulaciones viables serán intensamente resistidas por quienes vean amenazados sus intereses. Finalmente, el argumento de que existe una única tecnología capaz de impulsar el desarrollo –lo que nos obligaría a estar dispuestos a soportar sus consecuencias negativas– es falaz. Existen múltiples opciones tecnológicas con diversas relaciones sociales, económicas y ambientales asociadas. Algunas son superadoras de las establecidas en varias dimensiones, pero no podrán expandirse sin un esfuerzo colectivo de promoción y difusión desde la política pública y la sociedad civil.

* Investigadores de Cenit/Untref.


Necesidad social

 Por Ignacio Sabbatella *

La Argentina se encuentra frente a una encrucijada histórica en cuanto a la definición de una política energética de largo plazo. La expansión de la demanda en el marco del crecimiento económico experimentado en la última década llevó a la crisis final de la reforma neoliberal del sector hidrocarburos. La estrategia privada se asentó en la sobreexplotación de las reservas convencionales descubiertas en gran parte por la YPF estatal y el abandono de la actividad exploratoria. El saldo fue una caída pronunciada de la productividad de los yacimientos de petróleo a partir de 1998 y de gas a partir de 2004. La creciente importación de gas natural y combustibles ha derivado en un déficit comercial energético desde 2011, que reaviva el fantasma de la restricción externa sobre la economía nacional.

La recuperación del control estatal de YPF fue un hito y la nueva gestión frenó el declino de la extracción, pero apenas representa un tercio del mercado de crudo y un cuarto del mercado de gas. En consecuencia, en 2012, la importación de energía implicó 9266 millones de dólares (un 13,5 por ciento con respecto al total de las importaciones) y el déficit fue de 2738 millones de dólares (equivalente al 21,6 por ciento del superávit comercial total logrado en el año).

Los recursos no convencionales se presentan como la gran promesa para recobrar el autoabastecimiento energético, especialmente la formación Vaca Muerta en la Cuenca Neuquina. Se precisan inversiones millonarias y la utilización de la fractura hidráulica en combinación con la perforación horizontal. Esta nueva modalidad de explotación exige un esfuerzo conjunto entre Nación y provincias para implementar estrictos controles ambientales y establecer un ordenamiento territorial que resguarde a las comunidades locales y a otras actividades productivas.

Por otro lado, hay que señalar que todavía existe un alto grado de incertidumbre respecto de la conversión en reservas de los “recursos técnicamente recuperables” de shale contabilizados por la Agencia de Información Energética de EE.UU. y, además, los cálculos más optimistas ubican la recuperación del autoabastecimiento en 2022. Por lo tanto, la política energética no puede focalizarse exclusivamente en el shale y debería abrirse un abanico de medidas para paliar el déficit comercial. A corto y mediano plazo, atenuar la demanda a través de una fuerte campaña de uso eficiente y racional de la energía a nivel industrial, residencial, comercial y del transporte; y continuar con la quita de subsidios a los sectores más pudientes. A largo plazo, promover la diversificación de la matriz energética hacia fuentes renovables. Un involucramiento estatal más decidido en el sector eólico sería un paso fundamental.

De la misma manera que no es conveniente entronizar la explotación no convencional, tampoco debería ser demonizada. No es adecuado englobar distintas actividades primarias de gran escala bajo el rótulo peyorativo de “extractivismo”; tampoco es adecuado patrocinar acríticamente cualquier modalidad de extracción y tecnología en pos del “desarrollo”. En ese sentido, el fracking difiere, por ejemplo, de la minería aurífera en al menos dos puntos. En primer lugar, la explotación del shale es liderada por el Estado argentino a través de YPF, mientras que el mercado metalífero está dominado por las grandes mineras transnacionales. Y en segundo lugar, el petróleo y el gas son bienes estratégicos necesarios para satisfacer no sólo el desarrollo industrial sino también el bienestar de la población en su conjunto. Mientras que una gran parte de la extracción de oro –que ni siquiera se refina en el país– está destinada como materia prima de bienes suntuarios y como reserva de valor de la banca internacional.

Bajo las actuales circunstancias, el desarrollo no convencional es una necesidad social. En algunos casos, la intransigencia ambientalista no se reduce al fracking sino que se extiende hacia otras fuentes de energía como la hidroeléctrica, cuyo potencial nacional es más que promisorio y permitiría reducir la dependencia fósil. La crítica coyuntura es una oportunidad propicia para preguntarse energía por qué, para quién y cómo; también para debatir y definir democráticamente cuáles son los umbrales sociales y ambientales que la sociedad argentina está dispuesta a tolerar para sostener las necesidades energéticas del país en las próximas décadas.

* Licenciado en Ciencia Política, becario doctoral Conicet – Instituto Gino Germani.

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