Cuando Emergildo quiso contar a las otras familias de dónde venía el tremendo ruido que había escuchado en el aire no había ninguna palabra en a,ingae, la lengua que hablan los cofanes, para nombrarlo. Porque no se puede nombrar lo que para ellos no existía. Y le puso el nombre de lo que conocía. Así al helicóptero lo llamó “langosta”, que es un animal que vuela por el aire y puede moverse en todas direcciones. Lo mismo ocurrió cuando quiso poner nombre a aquella máquina que estaba destruyendo la selva en la que vivía, y al tractor lo llamó “cienpiés”.
Por Pablo Fonte y Marta González Reyes
De esta manera relataba Emergildo la llegada de la compañía Texaco (ahora Chevron) en 1964 al norte de la Amazonía ecuatoriana, cuyas operaciones a lo largo de tres décadas provocaron un desastre natural de grandes dimensiones en una superficie de alrededor de dos millones de hectáreas. Desde entonces, fueron muchas las palabras que los cofanes tuvieron que inventar para explicar lo inexplicable de lo que estaba aconteciendo en sus tierras.
Tras 26 años de operaciones en su territorio, Emergildo fue una de las 30.000 personas afectadas que en el año 2003 ganaron el juicio a la transnacional, consiguiendo así que el juez dictaminase el pago de 8.000 millones de dólares por los daños causados y la obligación de pedir disculpas públicas a las víctimas por el crimen cometido. En vista de que la compañía no ha cumplido todavía la sentencia y que ya ha retirado todos sus activos del país, las personas afectadas están tratando de homologar la sentencia en otros países para conseguir embargar los bienes de la petrolera fuera de Ecuador.
Casi cincuenta años después de la llegada de Texaco llegamos nosotros a esa zona para realizar un recorrido por algunos de los lugares que se vieron más afectados por los desmanes de las compañías petroleras. Las consecuencias se perpetúan tras décadas de explotación como una mancha imborrable, una herida que no termina de cicatrizar donde el dicho “el tiempo todo lo cura” no se cumple.
Pudimos observar piscinas, o más bien literales socavones en la tierra de aproximadamente 400 metros cuadrados y sin ningún tipo de impermeabilización que contienen toneladas de crudo y agua de formación y que día y noche, sin descanso, filtran sus tóxicos a la tierra y aguas subterráneas. También existen fuentes que hace años vomitaban el agua de formación a los esteros cercanos, y éstos a su vez a ríos más y más grandes. El entramado de aguas superficiales y subterráneas termina por afectar a todo el ecosistema del que forman parte. Es en estas circunstancias como se hacen más que visibles las relaciones de interdependencia en la naturaleza.
Esta tierra enferma respira un aire que no la puede sanar. Los gases que se obtienen en este proceso de extracción de petróleo, inservibles en esta lógica de codicia humana, se emiten a la atmósfera. Algunos se expulsan sin más a través de tuberías que pretenden camuflarse entre la espesura de la selva y otros se queman en grandes mecheros. La combustión resultante produce óxido de nitrógeno, óxido de azufre, monóxido de carbono y dióxido de carbono. Cuando todo ello se une al vapor de agua de la atmósfera producen lluvia ácida, afectando a cultivos, plantas, animales y fuentes de agua.
Por si no fuera suficiente, las piscinas de residuos tóxicos, los mecheros, las fugas de gas, las “fuentes” y los pozos que vimos a lo largo de nuestro recorrido están situados en dos fincas que pertenecen a dos familias, donde Petroecuador se instaló sin pedir permiso. Estas familias deben seguir pagando impuestos por esa propiedad que sólo les está generando muerte y destrucción.
No sólo es la tierra la que se destruye; también las personas que en ella habitan llevan sufriendo durante años las consecuencias de la contaminación: se han multiplicado las tasas de cáncer, los problemas reproductivos y las malformaciones en los recién nacidos. Es el caso de Manuel. La empresa petrolera en la que trabajaba, además del entorno que le rodeaba, también le contaminó a él. Cuando le detectaron cáncer, y harto de ver tanto daño a la naturaleza, decidió dejar el trabajo en la compañía y emigró a la frontera para trabajar cosechando. Pero la nube tóxica que parecía buscarle desde el aire lo encontró. Y lo convirtió en testigo y víctima de las fumigaciones del Plan Colombia. Fue entonces cuando decidió hacer algo para que nunca más le volviesen a contaminar, ni a él, ni a su entorno, ni a nadie ni a nada. Y comenzó a participar en una organización ecologista denunciando lo que le tocó vivir.
A pesar de todo, fueron varias las comunidades que conocimos que habían decidido firmar acuerdos con las compañías petroleras, bien porque el dinero ofrecido por ellas es demasiada tentación, o bien porque el discurso del presidente Correa y de las empresas acerca de la nueva y modernizada actividad petrolera “limpia” convence a la población, o incluso porque firmar el acuerdo es la única opción que queda en un territorio devastado por las operaciones extractivas. El hecho es que son muchas las comunidades que deciden firmar.
Pero la mancha negra que se extiende por la Amazonía por suerte en algunos territorios aún se mantiene bajo tierra. Es el caso de Sarayaku, que representa la luz y la esperanza en la lucha antipetrolera, y en muchas otras. En la cuenca del río Bobonaza, y situada en plena selva, encontramos esta comunidad kichwa, cuyo nombre significa “río de maíz”.
Allí, ellas nos contaron. Nos contaron que representan a la madre tierra, porque son las fecundadoras, las reproductoras. Por eso fueron ellas las primeras en negarse a que las petroleras entrasen en el territorio de Sarayaku donde siempre vivieron. Ellas convencieron a los hombres de mantener esta postura, porque sabían que la entrada de las petroleras traía la destrucción del entorno, del hogar, de la familia… Fueron ellas las que, cuando entraron los militares para defender a la compañía, de forma pacífica consiguieron quitarles algunas de las armas que luego les devolvieron a cambio de que abandonasen su territorio y nunca más volviesen.
Así fue como hace casi 10 años, en 2004, este pueblo consiguió echar a la argentina Compañía General de Combustibles (CGC) de sus tierras. Esa fue su primera victoria, la segunda fue la sentencia del juicio que llevaron a la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado ecuatoriano. En julio de 2012 ganaron el juicio y con él ganaron también el reconocimiento de su lucha, ganaron limpiar el nombre de su pueblo que había sido injustamente difamado, ganaron la posibilidad de seguir conviviendo de forma sostenible y respetuosa con la selva, y ganaron en dignidad y fuerza.
La lucha de Sarayaku no se desarrolló sólo en el en territorio. Este pueblo sabía muy bien que su proceso de resistencia debía salir de la frondosa selva. De esta manera realizaron un amplio trabajo de difusión y de establecimiento de alianzas nacionales e internacionales. La visibilidad de su lucha fue parte de su estrategia de defensa.
Sin embargo, mucho del daño que la compañía produjo con la connivencia del gobierno de entonces es ya irreparable. Durante los meses que duró el proceso de lucha y resistencia se paró la dinámica cotidiana de la comunidad −se suspendieron las clases y los trabajos de recolección y siembra en las chacras−. Las comunidades se dividieron surgiendo conflictos entre ellas. Y los explosivos que enterraron entonces para realizar la exploración sísmica hidrocarburífera aún continúan bajo tierra. A pesar de ello, afirman que «no nos ha importado el tiempo, la lluvia, la fatiga, el calor, el hambre en la noche porque hemos defendido nuestro territorio sagrado y viviente para nuestros hijos presentes y futuros».
Una pequeña comunidad en mitad de la selva pudo contra los grandes poderes. En momentos en los que parece que alcanzar victorias es más difícil que nunca, Sarayaku representa la esperanza para muchos pueblos. Una estrella que desde la selva puede alumbrar a muchas otras luchas.
El presidente Correa afirma que la extracción de petróleo va a sacar a la Amazonía ecuatoriana de la pobreza. Sin embargo, para el pueblo de Sarayaku la pobreza es «la contaminación del medio, de los ríos, de los peces; es tener fauna y flora escasa y contaminada; es el desconocimiento y la falta de respeto a las zonas sagradas; es la desorganización del manejo y uso del territorio; es el desconocimiento de las prácticas agrícolas; el olvido y desvalorización de las arquitecturas tradicionales; la depreciación de la medicina y arte tradicionales… En definitiva, la separación del ser humano de la naturaleza». Por lo tanto, saben que tienen una enorme riqueza porque saben conservar su territorio y sus saberes ancestrales.
De esta manera, además de la lucha antipetrolera que protagonizan, la defensa de la naturaleza se encuentra en su vida cotidiana, por ejemplo en las regulaciones que decidieron implementar para la caza y la construcción de viviendas –manteniendo, además, las construcciones tradicionales a base de madera y techo de palma−. Sarayaku nos muestra cómo es posible convivir de manera sostenible con la naturaleza considerándose un elemento más de ésta, disponiendo de un territorio sano y una tierra productiva que asegure su soberanía alimentaria.
Gracias a pueblos como Sarayaku en la Tierra aún siguen existiendo territorios de los que todas y todos nos beneficiamos, pulmones que limpian el aire que respiramos. Un aire que no sólo purifican sino que llenan de necesaria esperanza y de alegre rebeldía.
Pablo Fonte es educador social. Marta González es profesora del colegio Hipatia de FUHEM.
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