Vaca lechera: las claves del acuerdo YPF-Chevron

La petrolera argentina se asoció con su par norteamericana 
para explotar yacimientos de combustible no tradicional. Cifras, dudas y beneficios de un pacto que puede ser crucial para el país.
Y al final la YPF reestatizada firmó un acuerdo con la norteamericana Chevron. Luego de meses de negociaciones, presiones comerciales y políticas, ofertas y contraofertas, fallos judiciales y una larga cadena de operaciones mediáticas, Miguel Galuccio pudo hacer lo que vino a hacer: asociar a la petrolera argentina con un gigante global de los hidrocarburos. La historia, sin embargo, está lejos de terminar. Al margen del esperable cacareo opositor en tiempos de campaña, el acuerdo despertó elogios, críticas fundadas e interrogantes que se irán despejando con la difusión de los detalles y, sobre todo, con la ejecución de un convenio que se presenta tan controvertido como crucial.
Hay miles de millones en juego, claro, pero sobre todo el futuro del país. Ni más, ni menos.
De todas sus apuestas fuertes, la reestatización de YPF fue donde el kirchnerismo se jugó la piel. La decisión revirtió una de las estafas más lacerantes de la infame década menemista, pero confrontó al kirchnerismo con su propia historia. En sus días de gobernador, Néstor Kirchner y sus colegas patagónicos propiciaron que las provincias regentearan sus recursos naturales, lo que se materializó en la reforma constitucional de 1994. Fue la antesala de modificaciones legales que favorecieron el asalto final contra YPF, proceso que se iniciaría un año después y que concluyó, en 1999, con el ingreso triunfal de Repsol. El final de esa historia es conocido: la firma española depredó los recursos existentes con baja o nula inversión en exploración, lo que, sumado al incremento en la demanda, derivó en un cuello de botella energético que el Gobierno intentó sofocar primero regulando las exportaciones vía retenciones, luego incorporando capitales nacionales a la compañía –la fallida intervención del Grupo Eskenazi– y, finalmente, con la reestatización.
La propia Presidenta sugirió más de una vez que, en esos casos, no actúa guiada por vocación estatista –que no posee– sino porque entre las opciones posibles esa era la mejor. ¿Cuáles eran las otras? Ceder al “sinceramiento” de tarifas que reclamaba Repsol a través de sus varios voceros políticos y mediáticos o insumir recursos públicos en inversiones que la firma española, sostenía, no estaba en condiciones de hacer. Ambas tenían –y tuvieron– severas contraindicaciones.
En sus días iniciales, cuando el kirchnerismo era anémico de apoyo popular, el Gobierno cedió parcialmente a estas extorsiones transfiriendo subsidios a la compañía y financiando presuntos planes de inversión que la empresa anunciaba con más pompa que voluntad de explotación, como los yacimientos de petróleo y gas no convencional en el área neuquina de Vaca Muerta. El costo político y fiscal de esas concesiones no fue despreciable, pero al menos por un tiempo sirvió para evitar una temprana guerra frontal con la principal empresa del país.
Con ese estatus, Repsol construyó un poder monárquico en el ámbito local. Proveedor del combustible que hacía mover autos, tractores y camiones, del gas que alimentaba centrales termoeléctricas, hornos industriales y calefactores hogareños, y benefactor de centenares de contratistas entre los que se contaban abogados, banqueros, políticos y periodistas, la empresa española podía detonar el caos con sólo decretar un día de lockout. Se requería de una situación crítica o de un formidable capital político para cortar el vínculo vicioso que unía al Estado con una compañía tan poderosa como nociva. La crisis internacional de 2008/09 –que socavó los superávits gemelos sobre los que se asentaba el modelo K– y el arrollador triunfo de Cristina Fernández en 2011 dotaron al Gobierno de la necesidad-fortaleza que se precisaba para dar el gran salto hacia adelante en la recuperación de la soberanía hidrocarburífera del país.
Como se sospechaba, el panorama con el que se encontraron los representantes del Estado en la firma fue desolador. La sobreexplotación de recursos y la ausencia de inversiones dejaron a la petrolera en un estado de sequía que requerirá mucho tiempo y dinero para revertir. En una estupenda entrevista publicada el 30 de junio por el semanario Miradas al Sur, el ingeniero Víctor Bronstein –director de la Licenciatura en Energética de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, profesor de la UBA y consultor senior de las Naciones Unidas– arriesgó que los resultados recién podrán verse en décadas. “No va a ser de hoy para mañana, no va a ser el año que viene. El desarrollo de un yacimiento lleva años, nosotros vamos a empezar a ver ciertos resultados importantes dentro de cinco, diez años”, dijo Bronstein, y agregó: “No tiene sentido que todos los años hablen de la crisis energética, que se critique al Gobierno o a YPF respecto de la falta de resultados, los tiempos del petróleo son mucho más largos, me parece una chicana política de baja calidad, más cuando la hacen personajes que estuvieron al frente de la Secretaría de Energía sin pena ni gloria. No estamos en una situación de crisis energética, hay que pensar que el mundo está en una situación energética complicada. China en 1995 producía 3.400.000 barriles por día y exportaba un millón. Hoy produce 4.300.000, pero consume 10 millones. La producción petrolera depende de cuestiones geológicas, técnicas y financieras complejas, que se pueden resolver o no. El autoabastecimiento es deseable, me garantiza la seguridad energética, pero no hay que rasgarse las vestiduras si en algunos momentos uno no lo consigue”.
La parábola china arrima otra explicación de lo que ocurrió con la energía aquí. La Argentina tuvo autoabastecimiento energético en los ’90, cuando el país producía poco y nada y las calles se inundaban de desempleados que ni soñaban con comprarse acondicionadores de aire o autos cero kilómetro. El potente crecimiento de la última década empujó la demanda energética por encima de la explotación existente y obligó recurrir a la importación, presionando sobre las cuentas públicas. Este año, la demanda estatal de dólares para pagar gas importado podría llegar a los 12 mil millones. El Gobierno podría evitar ese gasto enfriando la economía, aumentando tarifas industriales y domiciliarias, destruyendo el círculo virtuoso de consumo-producción-empleo que le llevó una década construir. Eso es, precisamente, lo que proponen algunos dirigentes de la oposición que critican, ahora, el acuerdo con Chevron, luego de pasar el último año fustigando la reestatización de YPF precisamente por no atraer inversores como… Chevron. A la cabeza de ese lote se colocó Federico Sturzenegger, presidente del Banco Ciudad, quien ofreció una brutal expresión de gataflorismo político: “El acuerdo pone a la Argentina de rodillas frente a una corporación extranjera”, dijo uno de los noveles economistas estrella de la derecha vernácula. No hay remate.
Bronstein fue una de las primeras voces expertas que salieron a elogiar el acuerdo con Chevron. “En principio, me parece bien porque una de las cosas que necesita YPF son socios que vengan con recursos financieros –había anticipado en Miradas al Sur–. Si no hacés acuerdos con determinadas empresas que inviertan dinero, tenés que utilizar nada más que los recursos que sacás de la propia utilidad de la empresa, y la reinversión se te hace muy lenta. Ahora estamos importando gas de Bolivia a 11 dólares el millón de BTU, el gas natural licuado que viene en los barcos, depende el año y el momento, está entre 15 y 17 dólares, si yo consigo sacar el gas a 7,5 para el Estado nacional es negocio y además genero trabajo argentino, dinamizo la economía también porque propicio el desarrollo de proveedores, genero un círculo virtuoso. Además, YPF se puede especializar como empresa en este tipo de recursos cada vez más demandados a escala mundial”, concluyó. Claro que, a juzgar por la historia, resulta prudente pisar con cautela cuando se transita por el cenagoso camino del negocio petrolero.
Una de las primeras críticas surgidas al calor de los anuncios hizo foco en la polémica reputación de Chevron. Para despejar el asunto moral de entrada: no existen las petroleras multinacionales buenas. En ese negocio, como en la minería, las compañías son tan voraces como los Estados les permitan ser. Son malas o peores, según los marcos regulatorios que delimiten su accionar, pero todas, en mayor o menor medida, se pasean por el mundo extrayendo recursos naturales de los países dejando tras de sí una estela de saqueo energético e impacto ambiental. Los voceros del Gobierno que participaron de las negociaciones aseguran que, en este caso, el riesgo es mínimo, a la medida de la porción que se le concede a la firma para su explotación: apenas el 3 por ciento del área total que YPF posee en esa cuenca de Neuquén. Y respecto del decreto que ofrece beneficios adicionales a las petroleras que inviertan más de mil millones de dólares en cinco años, los mismos voceros explican con resignado pragmatismo: “Es un win-win”.
Entre las cosas que debió conceder el Estado argentino para seducir a la firma se encontraría la cesión de soberanía legal. Como ocurrió durante las privatizaciones y la colocación de bonos soberanos, la Argentina se compromete a cumplir con sus obligaciones contractuales según la ley de los Estados Unidos. La concesión es una claudicación a la lucha que este mismo gobierno viene dando en los tribunales para desconocer ese principio que enajena de los tribunales locales la competencia sobre contratos que involucran al país.
La coherente advertencia del Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel y los pueblos mapuches de Neuquén por el eventual impacto ambiental de la explotación fue utilizado con cinismo por los medios opositores, desairados por un acuerdo que desarma uno de los argumentos con los que atacaban a la YPF post Repsol. Otro punto cuestionado fue el monto de la inversión –unos 1.240 millones de dólares–, al que consideraron “insignificante”. En efecto, la cifra parece exigua frente a los 33 mil millones de dólares que se necesitan para explotar Vaca Muerta. Pero el valor que el Gobierno le adjudica al acuerdo supera lo monetario: creen que el pacto con Chevron traccionará a otros jugadores que hasta aquí se mantenían inmóviles a la espera de que alguien diera el primer paso. La favorable reacción de media docena de petroleras pareciera darles la razón.
Los que consideran a los hidrocarburos como parte del inalienable patrimonio patrio requerirán altas dosis de aderezo para digerir un acuerdo que vuelve a poner parte de la soberanía hidrocarburífera en manos de una firma extranjera. Ni tanto, ni tan poco. La historia, es cierto, asusta. Pero el futuro no está escrito. Y depende de nosotros.
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El acuerdo
– El acuerdo para desarrollar yacimientos petroleros en Vaca Muerta contempla una inversión de Chevron por 1.240 millones de dólares hasta 2017.
– La empresa estadounidense podrá exportar el 20 por ciento de la producción sin tener que pagar retenciones y podrá girar utilidades después del quinto año de operaciones.
– El emprendimiento implica la perforación de 1.500 pozos. Se estima que la producción alcanzará los 500 mil barriles diarios de petróleo y 3 millones de metros cúbicos de gas natural asociado.